ANÁLISIS

Hacerse trampas al solitario

Sin un relato que rompa la ficción legitimista, el movimiento independentista está condenado a la esterilidad de la gestualidad inútil y a las disputas tácticas más patéticas

Quim Torra, 'president' de la Generalitat, y Pere Aragonés, vicepresidente, en el Parlament.

Quim Torra, 'president' de la Generalitat, y Pere Aragonés, vicepresidente, en el Parlament. / periodico

Enric Marín

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La política catalana ya lleva más de 9 meses en un callejón sin salida. En parte, se puede entender por el escandaloso "descabezamiento" del movimiento independentista. Pero la judicialización de la política y la represión de los poderes del Estado no agota la explicación. Las razones más decisivas deben buscarse en el autoengaño en el que se ha instalado una parte significativa del activismo independentista. Un autoengaño construido sobre una apreciación ilusoria y el uso forzado de dos conceptos: legitimidad y desobediencia. 

La apreciación ilusoria es que el referéndum del 1 de octubre generó un mandato democrático que permite poner en marcha la república catalana. Y no. El 1 de octubre fue un acto épico de desobediencia masiva que ha cambiado la historia de Catalunya de forma irreversible. Pero sin reconocimientos internacionales y sin control efectivo del territorio, la idea de la materialización inmediata de la república es puro ilusionismo. Pero es un ilusionismo que ha permitido alimentar la ficción del legitimismo, que es la piedra angular del autoengaño.

De acuerdo con el legitimismo, el presidente legítimo de Catalunya no es el surgido de las mayorías parlamentarias derivadas de los resultados electorales del 2017, sino de los del 2015. Se trata de un absurdo político: una cosa es afirmar que el presidente Puigdemont y su gobierno fueron desalojados del poder de forma escandalosamente ilegítima y otra muy distinta actuar como si las elecciones del 21-D no fueran fuente de legitimidad democrática. Precisamente cuando, con el 1 de octubre, el principal aval democrático con el que cuenta el independentismo en estos momentos son los resultados del 21-D. Un extraordinario tesoro político pésimamente gestionado. Pero este absurdo mantuvo paralizado el Parlament y dilató la formación de un gobierno durante meses. Se mire como se mire, las obscenas interferencias antidemocráticas del juez Pablo Llarena no pueden ser escusa de la parálisis política catalana.

El tercer elemento que completa el autoengaño es la retórica flexible de la desobediencia. Retórica que viene a decir que si Catalunya aún no es República es porque no hay valor para desobedecer. Como si todo se redujera a una cuestión de testosterona. Otro absurdo. Se trata, en cualquier caso, de una exigencia de aplicación flexible: los más exigentes son los que menos se la aplican; prefieren exigirla a terceros.

Cuanto antes deje de hacerse trampas al solitario, antes estará el independentismo en condiciones de recuperar la iniciativa política. El lamentable arranque de este curso político no ha dejado lugar a dudas: sin un relato que rompa la ficción legitimista, el movimiento independentista está condenado a la esterilidad de la gestualidad inútil y a las disputas tácticas más patéticas. Hecho que contrasta con la paradoja de que la política española dependa enteramente de la política catalana. Mientras tanto, los presos políticos continúan a la espera de una farsa judicial.