OPINIÓN

Deducciones fiscales en una nueva política social

GUILLEM LÓPEZ I CASASNOVAS

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Hace tiempo que pienso que el mantra de la simplificación fiscal es una trampa errónea. Se repite en todas las propuestas de reforma tributaria. La simplificación reduce costes de transacción y evita distorsiones fiscales que parece que a menudo van más allá de lo que inicialmente creía el legislador cuando las estableció. Pero si seguimos por este camino, la política fiscal pierde un instrumento selectivo muy importante. Y necesitamos instrumentos efectivos en un momento en el que la redistribución de la renta muestra la peor de sus caras, volviéndose concentrada -polarizada- y más dinástica -con menos ascensor social.

Es curioso ver cómo diferentes autores se pasan la pelota de la responsabilidad de la situación creada. Para amortiguarla, para unos, la fiscalidad no debería ser progresiva, por el miedo de sus consecuencias en los incentivos a la creación de riqueza, de modo que todo lo que sea la recaudación posible debería fiar su alma redistributiva a las políticas de gasto, de las que se esperaría que fueran selectivas y muy orientadas a los más necesitados, entre otras razones, porque los ingresos fiscales están destinados a ser escasos.

UNIVERSAL

Para otros, el gasto no debe ser selectivo, sino universal. Es decir, que todos, ricos y pobres, tienen este derecho: esto traslada en buena parte el énfasis de la redistribución a la política de ingresos, que debe ser orientada en sus efectos al consumo, la renta y la riqueza para evitar la desigualdad. Pero conjugar universalismo y simplificación fiscal a la vez significa rendirse a una política social inactiva. Y yo creo que esto hoy no lo debemos permitir.

Desde un punto de vista de economía política, salirse del universalismo me parece difícil, por objetivable que sea su conveniencia, ya que los derechos se entienden de esta manera entre la ciudadanía, al margen de que, ciertamente, el universalismo tiene algunos méritos. Mérito que depende finalmente de si la falta de priorización que permite el que todo el mundo sea elegible no provoca una utilización indiscriminada del derecho de acceder a los servicios, con los sesgos consecuentes de que los utiliza más quien más fácil tiene la entrada al sistema, está más informado, con amigos y sin que la prueba de medios disponibles y necesidades juegue ningún papel.

El universalismo, a pesar del peligro pues que la utilización no priorizada genere regresividad, a corto plazo es muy difícil de cambiar en la mentalidad social actual. De modo que no podemos fiar a esta circunstancia una política fiscal redistributiva en pro de los más necesitados.

Esto implica mantener un IRPF progresivo (aunque sea con unos tipos lineales pero con una deducción fuerte asociada) y un impuesto sobre el patrimonio (de la propiedad inmobiliaria, de la riqueza) considerable, bien articulado como mecanismo de control de la renta ganada, acompañando la no ganada, del impuesto de sucesiones y donaciones. Esto significa recuperar las deducciones fiscales selectivas, centradas en determinados colectivos (quienes perciben básicamente sólo rentas de trabajo, que no superan un cierto umbral de renta, que muestran unas necesidades familiares determinadas, etc., todo ello bastante objetivable en un IRPF que funcione).

COPAGOS PROGRESIVOS

Incluso los copagos de ciertos servicios se podrían hacer progresivos por esta vía, incorporando parte de los costes de estos en la base imponible del impuesto (explicado en detalle en El Bienestar Desigual. ¿Qué queda de los Derechos sociales después de la crisis Editorial Península, Set. 2015). Y es que siempre una deducción debe justificarse: se deben guardar los justificantes, porque el derecho de unos a restar un gasto proviene de los ingresos de otros, y que no se pueden así ocultar.

Por ejemplo, en Francia el apoyo familiar, del que tan necesitado está nuestra política social, es deducible dentro de unos límites: la recuperación la hace la familia a través de obtener parte de lo que ha pagado mediante una deducción fiscal , con el efecto indirecto de que quien ha cobrado de esa familia debe hacer una factura, y así queda identificado ante el agente tributario. Semejante, recordemos, a lo que era el caso del gasto en dentista y otros (guarderías, ciertos alquileres) antes de la abolición de la deducción por gasto sanitario privado y otras simplificaciones en el IRPF.

En el impuesto de sociedades, tal vez habría que recuperar las deducciones que afectan la inversión con verdadera innovación, un tratamiento diferente al reparto de dividendos, para la creación de empleo, el mantenimiento de actividad, la contratación de ciertos colectivos estigmatizados, etc. Entiendo que esto es criticable y que una buena idea mal realizada acaba siendo una mala idea. Pero más criticable es quedarse con los brazos caídos en política social frente a las crecientes desigualdades, y emplear para ello el engaño de la simplificación fiscal y el universalismo como coartada.