Análisis

La guerra del 155

El artículo de la intervención puede erigirse en una línea divisoria falsa. Los que no lo condenan son tildados de 'botiflers', pero nadie lo combate

Joan Tardà, portavoz de ERC en el Congreso

Joan Tardà, portavoz de ERC en el Congreso

JOAN TAPIA

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En Catalunya se está recuperando algo de seny. Confieso que tengo cierta debilidad por la autenticidad de Joan Tardà, al que conocí durante la presidencia de Maragall, aquella etapa en la que –con gran irritación de la derecha catalana (y española)– Catalunya practicó la primera regla de higiene democrática: la alternancia en el poder. Tras 23 años de pujolismo.

Me sorprendió Tardà cuando hace unos meses, en el Parlamento español, gritó desafiante: «Nosotros nos vamos». ¿Confundía su sueño con la realidad? ¿Era influencia de Rufián? Por eso me he alegrado ahora al oírle que el independentismo se equivocó al olvidar la bandera catalana y sustituirla por la estelada, y al admitir, lisa y llanamente, que Catalunya no es independiente porque no hay una mayoría social que lo haya querido. Está bien, pero ¿no habría sido mejor asumirlo tras las elecciones plebiscitarias del 2015, cuando se quedaron en el 47,8%? Nos habríamos ahorrado mucha crispación estéril.

Confundir el deseo con la realidad también pasa más allá del Ebro. Mariano Rajoy y Pedro Sánchez han dicho que todas las democracias tienen su artículo 155. Es cierto. Pero es como la bomba atómica. Muchos estados la tienen como arma disuasoria pero no la usan nunca. El mal de España es que es la única que ha tenido que instrumentalizarlo. El Ulster y Gran Bretaña es otra cosa, porque allí hubo una guerra de religión entre católicos y protestantes. España ha tenido que usar el 155. Un fracaso que indica que algo ha ido muy mal.

Puigdemont no se atrevió

Pero satanizar el 155 también es absurdo. Un 155 que convoca elecciones a los 55 días de su promulgación –el tiempo electoral mínimo– no es la suspensión del Estatut que hizo en 1934 el Parlamento de la República tras la sublevación de Companys y de su Govern, que estuvieron encarcelados hasta el triunfo del Frente Popular en las elecciones de 1936. Con el 155, Rajoy ha hecho aquello a lo que no se atrevió Puigdemont el jueves 26 de octubre pero que el Govern (y el estado mayor secesionista) habían acordado a las 2.30 de la madrugada de aquel día. Pero luego Puigdemont Junqueras no supieron resistir a sus radicales.

Ahora el 155 puede erigirse en una línea divisoria falsa. Los que no lo condenan son acusados de botiflers, pero por otra parte nadie lo combate. ERC, el PDECat e incluso la CUP se presentan a las elecciones del 155 y la presidenta del Parlament ha dicho que lo acata y que la declaración de independencia fue simbólica. Solo Puigdemont lo combate –en teoría– desde Bruselas mientras intenta imponer nombres en la lista de Junts per Catalunya que encabezará.

Y así la no separatista Ada Colau rompe su pacto de Barcelona con el PSC (con el apoyo del 54% del tercio de militantes que votaron en su referéndum interno) mientras la antigua presidenta de la ANC, Carme Forcadell, lo acata y Puigdemont y Junqueras están dispuestos a encabezar dos listas enfrentadas en las elecciones convocadas a su amparo.

El seny de Joan Tardà está bien, pero hay todavía camino por delante.