NÓMADAS Y VIAJANTES

El gran hermano del dolor

RAMÓN LOBO

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No tenemos ningún dato que relacione la migración con el terrorismo, pero tampoco hay que ser naïf y desconocer que existe algún riesgo de que entre los que huyen del horror se muevan personas vinculadas a facciones armadas. Uno de los pasaportes encontrados junto a uno de los atacantes pertenece a un sirio que entró por Grecia el 3 de octubre. Aún es pronto para sacar conclusiones, saber si realmente es suyo, si se trata de un hecho aislado o hay más casos similares entre los atacantes. Vincular migración con las bombas es una tentación en estos momentos, algo políticamente conveniente, sobre todo para una lideresa de un partido francés de extrema derecha y aquellos que quieren echar el cierre a Schengen.

El peligro no está en los civiles que escapan de la guerra sino en los que la hacen, en los 20.000 combatientes extranjeros que luchan en Siria e Irak bajo la bandera del Estado Islámico (Daesh) y armados por aliados de Occidente. No necesitan una patera que les cruce el Mediterráneo ni saltar alambradas porque poseen un pasaporte europeo, viajan en avión, tren o coche; disponen de papeles, son legales.

Pero ese movimiento de masas también supone una oportunidad y una tentación. Si logran vincular terror y refugiados, se anotarán una victoria porque nuestra inseguridad será máxima. Habrán ganado ellos y los xenófobos. Una hecatombe.

Las guerras de Siria e Irak se han convertido en universidades del terror que están formando nuevas generaciones de yihadistas.

Jóvenes sin futuro

Son jóvenes radicalizados, educados en la impunidad, con experiencia de lucha, armados y sin futuro. Poco se puede hacer contra los lobos solitarios y las células durmientes, gente dispuesta a morir matando. No hay protección contra la sinrazón y el fanatismo. Los miles de combatientes foráneos que viajaron a Siria e Irak tienen billete de vuelta.

La principal medida preventiva, más allá de cerrar fronteras, endurecer leyes y establecer controles, es acabar con las guerras y las injusticias que las alimentan. Al Estado Islámico y a sus aliados no se les va a derrotar con declaraciones ampulosas, corta y pega de las anteriores.

Los combatientes extranjeros son una amenaza que afecta por igual a Occidente y al mundo árabe. La mayoría proceden de Túnez (6.000), Arabia Saudí (2.275), Jordania (2.000), Rusia (1.700), Francia (1.500), Turquía (1.400), Marruecos (1.200), Líbano (900), Alemania y Reino Unido (ambos 700). España tiene unos 80. También existen los que se radicalizan entre nosotros, como ocurrió en Londres en 2005.

La respuesta de Daesh a los bombardeos de Vladímir Putin en Siria ha sido derribar un avión ruso de pasajeros sobre el Sinaí. Aunque aún no tenemos la certeza de las causas, los indicios apuntan a un explosivo a bordo. La matanza de París sería la segunda acción contra los países atacantes, porque Francia es uno de los principales.

Pese a algunos reveses concretos de Daesh en el terreno, sobre todo gracias a los kurdos, el inexistente plan occidental no logra modificar de manera clara el curso de la guerra en Siria. Es difícil si no sabemos a quién defendemos y por qué. Prometer una respuesta contundente queda bien en televisión, pero no es realista cuando no sabemos a quién bombardear.

Ambos atentados tendrían que servir para que rusos, norteamericanos, europeos, turcos, iranís y árabes adopten un plan eficaz, con medios y objetivos definidos, más allá de la inútil representación de las cumbres. Poco se podrá hacer mientras que los cielos de Siria parezcan un émulo de la guerra de Gila: cada bando haciendo la batalla por su lado, con más dedicación a su propaganda doméstica que a los resultados.

Objetivo, la paz

El objetivo final no es matar a un monstruo como Jihadi John, el asesino de periodistas -y al parecer difunto desde el jueves-, el objetivo debería ser la paz. Para lograrlo hay que quitarse las máscaras. Arabia Saudí y Qatar tendrían que frenar, por ejemplo, sus envíos de municiones, armas y dinero a la insurgencia islamista radical. No se puede estar en dos bandos a la vez, ser amigo y enemigo.Pese a los atentados de Nueva York, Washington, Bali, Madrid, Londres y París, las principales víctimas del Estado Islámico, Al Qaeda y los talibán, sean paquistanís o afganos, siguen siendo musulmanes, como la mayoría de los que les combaten en el terreno. No es una guerra Occidente-islam.

Tras una noche tan terrible como la de París, el ciudadano se siente indefenso y asustado; es posible que le brote odio de las entrañas. Los gobernantes y los medios de comunicación no pueden ser propagadores de ese odio ni de la alarma social, sino encauzadores de la razón y la justicia. Los atentados no los cometen las religiones, las razas o las nacionalidades, sino personas concretas con nombres y apellidos. Ellos son los primeros responsables.

Muchos de los lobos solitarios se han radicalizado en nuestros barrios, ciudades y países. Son hijos y nietos de nacionalistas árabes que se encuentran en tierra de nadie, a caballo entre dos mundos que les señalan y rechazan. Han fracasado los programas de integración en Francia, Alemania y Reino Unido, también en España. No hemos sido capaces de implicarles en un relato colectivo. Daesh, sí; el suyo les ofrece una misión en la vida.

Si recordamos el origen de todo, el apoyo a los islamistas en Afganistán para doblegar a la URSS y la guerra de Irak, se nos tildará de oportunistas. Para resolver conflictos es necesario identificar las causas y la responsabilidad de cada uno, incluida la nuestra. Todo lo de demás es un gran hermano del dolor, una mera cortina de humo.