«Cuando uno de ellos me abraza por la calle soy feliz»

Assumpta Pallarés trabaja de voluntaria en un huerto de inserción para inmigrantes de la Fundació Benallar. Y esto ha recibido a cambio

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MAURICIO BERNAL

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La vena solidaria Assumpta Pallarés la tiene por todas las razones posibles: porque de niña veía a sus padres ayudar en las barracas, por ejemplo, o por ejemplo porque le tocó vivir el franquismo, y eso inocula ciertas cosas. «La gente de nuestra edad, los que nacimos en la dictadura, siempre, siempre hemos luchado». Tiene 70 años y fue maestra de primaria hasta los 60, y en las escuelas donde trabajó siempre se las arregló para meter la cabeza en algún proyecto. Ahora, jubilada, parte de su tiempo lo emplea en la labor voluntaria que lleva a cabo para la Fundació Benallar, dedicada a la acogida de inmigrantes. Asegura que ha aprendido mucho.

-Tengo entendido que sube una vez a la semana al huerto. Con los inmigrantes.

-Cada jueves, sí. A Sarrià, a un huerto que nos han cedido las hermanitas de la Asunción. Con los chicos. La mayoría de ellos son inmigrantes que han llegado en patera.

-¿De dónde?

-Pues sobre todo de Ghana, Marruecos, Argelia y Senegal. Son chicos con unas historias tan tristes, pero tan tristes... Viven en los pisos de acogida de la fundación y algunos de ellos se apuntan a trabajar en el huerto.

-Cuénteme. Por qué un huerto.

-Bueno, pues porque mientras estos chicos encuentran su lugar en este país, el huerto es una actividad muy provechosa. Les ayuda a trabajar cosas como la convivencia, el trabajo en equipo... Incluso la puntualidad.

-¿Qué visión le dan de sus países?

-Sí: ya se sabe que cuando eres voluntario, recibes más de lo que das. Siempre. ¿Qué recibo yo? Pues recibo por ejemplo una visión del mundo que me hace leer los diarios de otra manera, y que me hace interesantes todos esos países. Y también… Individualizar. Me ha ayudado a individualizar.

-¿Es decir?

-Algo muy de la ignorancia, y muy común: yo había estado en África y he de confesar que todos me parecían iguales. Ahora no, ahora los reconozco, y eso me hace feliz.

-¿Qué le cuentan?

-Yo no les pregunto nada, por descontado. Pero casi siempre llega un día en que ellos sin que les digas nada te cuentan su historia. Siempre es lo mismo: una familia pobre que reúne los 5.000 o 6.000 euros que cobran por un viaje de esos. Y el joven de la familia que se marcha con la esperanza de poder sostener a la familia desde aquí.

-Usted traba relación con ellos cuando están más o menos recién llegados. ¿Cómo están entonces?

-Hechos polvo, para empezar. Desconfían de todo y de todos, y tienen mucho miedo.

-El choque con la realidad.

-Han viajado durante dos años y han sufrido maltratos. Pero en sus casas se espera tanto de ellos en que algunos al llegar lo primero que hacen es irse a la plaza de Catalunya a sacarse una foto hablando por teléfono junto a una moto bien grande.

-Están muy presionados, ¿no?

-Mucho. Sus familias piensan que ya son ricos y viven bien. Algunos cambian de teléfono solo para no tener que estar recibiendo sus llamadas todo el tiempo.

-¿Qué relación ha establecido con ellos?

-Al final acaban abriéndose, por supuesto. Ellos me miman mucho. Cuando estamos trabajando no dejan que me agache porque saben que no puedo. Yo los defiendo a capa y espada. Soy feliz cuando uno de ellos me abraza por la calle. Pero lo más importante es que están bien en el huerto.

-Está encantada, por lo que veo.

-Ciertamente. El día que cumplí 70 años lo celebramos en el huerto. Plantamos un árbol y yo les dije que sus hijos cuando necesitaran sombra irían allí. Les estaba diciendo en realidad que tuvieran hijos, y que los tuvieran aquí.