Francia frente a la barbarie

Toda Europa debe arrimar el hombro en defensa de una libertad de la que no disfrutamos gratuitamente

CARLOS CARNICERO URABAYEN

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Los terribles ataques que han golpeado a París han ido dirigidos contra todos los europeos. Contra el modo de vida europeo encarnado especialmente por la que será a partir de ahora la generación Bataclan; jóvenes europeos que disfrutan de su tiempo libre como les place. Si hay una identidad europea es precisamente esa: la de discurrir por nuestras calles y bares manteniendo una conversación abierta, sin importar el origen, el sexo o la religión de los participantes pero sí la disposición a hacerlo con libertad y respeto. Venceremos en esta guerra si logramos preservar nuestro modo de vida europeo. Ese es el reto.

No hay otra región del mundo en la que uno pueda circular por sus capitales tan despistado como quiera, tan libre como para no preocuparse más que del tiempo del que disponga. Deambular -y el derecho a perderse por el camino- es un verbo europeo. Es esta maravillosa libertad -la libertad negativa, como la bautizó Isaiah Berlin, la que hace no temer interferencias externas arbitrarias- la que quieren aniquilar los terroristas. Plantemos cara juntos.

Los objetivos de los ataques -«cuidadosamente elegidos», según los terroristas- son elocuentes. Pretenden condicionar la forma en que salimos al cine, vamos a un concierto, asistimos a un partido de fútbol o disfrutamos de una noche en un restaurante. Quieren laminar la libertad con la que nos movemos por una Europa sin fronteras y nuestra aspiración ilustrada a que esta sea una gran urbe abierta, plural y a la vanguardia mundial en el respeto de los derechos humanos. ¿Cómo vencer a los bárbaros?

La unidad de los europeos es el único camino. Pero no será fácil. Ocurre a menudo en la vida personal y profesional. En los momentos de debilidad, uno sufre los peores golpes. El miedo, las dudas o la inseguridad desprenden un olor que anima a las bestias. Hay hombres que son lobos para el hombre. Nada nuevo, salvo que nunca la Unión Europea ha estado tan débil y dividida y nunca ha tenido enfrente tan poderosas amenazas. Desde una vecina Rusia que no encuentra su sitio en el sistema internacional y lanza agresivas señales que comprometen nuestros valores hasta unas dificultades clamorosas para dejar atrás definitivamente la crisis y pasar página como lo ha hecho, mucho antes, Estados Unidos. Tenemos también una amenaza interna compuesta por grupos políticos ultras que viven sus días de gloria y amenazan con asaltar el poder. Viktor Orban ya lo ha hecho en Hungría y Marine Le Pen y su Frente Nacional -ahora con un escenario bélico que le da alas- esperan poder hacerlo en el 2017.

La crisis de los refugiados -ligada a estos ataques, pues no olvidemos que muchos huyen del mismo terror que vivió París el 13-N- da una idea de nuestra desunión. Europa está partida en dos bloques, entre viejos y nuevos miembros. Los primeros, los del antiguo Oeste, reclaman una obligación moral y legal de ayudar a quienes huyen de la guerra, mientras que los segundos miran para otro lado en el mejor de los casos y en el peor los insultan. No importa mucho que ellos mismos -casi todos los europeos en realidad- hayan sido refugiados en el pasado; el problema más grave es la falta de acuerdo sobre lo que es la idea de Europa. Temo que los ataques de París complican todavía más alcanzar una visión compartida sobre cómo gestionar el flujo de refugiados.

La generación Bataclan debe tomar cartas en el asunto. Debemos comprender lo que hay en juego y plantar cara de una vez a la tomadura de pelo local que impulsan algunos de nuestros líderes alimentando retóricas nacionales a costa de los intereses que nos unen a todos los europeos. Debemos ser conscientes de que nuestra politización europea -tenemos una identidad europea, pero apenas somos políticamente conscientes de ello- es el único camino para defender la libertad que más apreciamos. Exijamos unidad a nuestros líderes frente a los bárbaros y huyamos de la tentación populista de culpar a los refugiados de la masacre que ellos mismos sufren en las guerras de las que huyen.

Toda coordinación de nuestros servicios de inteligencia y policiales será poca a la vista de la sofisticación que muestran quienes quieren destruirnos. La fuerza del Ejército no terminará por sí sola con el problema, pero no podemos descartarla. Apoyemos a los franceses como quisiéramos que lo hiciesen ellos si nos atacan en Madrid o en Barcelona. Arrimemos el hombro, pues la libertad de la que disfrutamos no es gratis, no siempre ha existido ni tiene por qué permanecer con nosotros in aeternum. «La libertad para ser libres», como dijo el pensador socialista Fernando de los Ríos, para disfrutar de los más banales placeres o emprender las más nobles de las acciones públicas exige deberes y obligaciones.