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La fiscalidad de Sánchez: ¿reforma o chapuza?

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, firma el acuerdo presupuestario ante la mirada del líder de Podemos, Pablo Iglesias, este jueves en la Moncloa.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, firma el acuerdo presupuestario ante la mirada del líder de Podemos, Pablo Iglesias, este jueves en la Moncloa. / JOSÉ LUIS ROCA

Jordi Alberich

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A diferencia de lo que venía sucediendo en los últimos años, el debate presupuestario está adquiriendo una enorme intensidad. En ello incide tanto la fragilidad parlamentaria del gobierno de Pedro Sánchez, a quien la oposición quiere forzar a convocar elecciones, como algunas propuestas concretas de modificación fiscal. Desde el Gobierno se considera que nuestro esquema impositivo es caduco y socialmente desequilibrado y, de ahí, su propuesta de reforma, mientras que la oposición no ve en ello más que chapuzas.

Sin duda, nuestro modelo fiscal requiere de una revisión en profundidad. Su diseño viene de hace décadas y lo que, en aquel momento, podía resultar un modelo  coherente, se ha visto desnaturalizado por un goteo incesante de pequeños ajustes. Unas modificaciones que no derivan de una concepción global y compartida de la imposición, sino que lo hacen de dos dinámicas que han venido a coincidir, la de los lobis que, legítimamente, han defendido sus intereses, y la del proceso de globalización que se ha situado por encima de los marcos normativos estatales, y ha impuesto sus reglas por la vía de los hechos.

La fiscalidad constituye la expresión máxima de la manera de entender la vida en común. Por ello, su reforma debería empezar por definir qué criterios compartimos la mayoría de ciudadanos. En nuestro caso,  creo que alcanzaríamos un acuerdo sobre las siguientes bases: la de un modelo que estimula la asunción de riesgo y la creación de riqueza; que premia al que triunfa sin dejar en la cuneta al que fracasa; que otorga una mejor consideración a las rentas del trabajo frente a las del capital; que favorece a quien crea su patrimonio ante el que lo hereda; ó que no contempla diferencias distorsionadoras entre territorios de un mismo Estado. Poco de ello se da en nuestro modelo. Se entiende, pues, el malestar.

Desde un país se pueden emitir señales, pero los avances sólo se darán a partir de una concepción tributaria compartida por la mayoría de países europeos. En una economía tan abierta en la que, por ejemplo, a las grandes corporaciones y patrimonios les resulta bastante sencillo eludir la práctica impositiva, sólo un espacio supranacional puede abordar una verdadera reforma fiscal. Algo difícil de esperar de una Unión Europea cuyo aún presidente, Jean Claude Juncker, contribuyó en su etapa como Ministro de Finanzas de Luxemburgo en hacer de su país un  pseudo paraíso fiscal.

Pese a las dificultades, si realmente se  quiere influir, la mirada debe situarse en Europa. A Pedro Sánchez, si es reelegido Presidente, se le abre la gran oportunidad de que el gobierno español recupere voz e influencia en Europa. Y a los de su corriente política, les llega el momento de coordinarse para resultar determinantes en el nuevo Parlamento Europeo, que elegiremos en unos meses. En estas circunstancias, no estamos ni ante una reforma fiscal ni ante chapuzas. Sencillamente, estamos ante una manifestación de buenas intenciones en época preelectoral.