Análisis

Filmar para cambiar el mundo

Aunque se trate de un documental, un filme no deja de estar sujeto a subjetividades y manipulaciones

ESTEVE RIAMBAU

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Tras el triunfo de la Revolución soviética, en 1917, Lenin declaró que de todas las artes, el cine era la más importante. Desde entonces, el invento de los Lumière ha sido un privilegiado testigo de la historia, un instrumento con el que incluso hay quien ha pretendido cambiar el mundo. Desde hace una semana, el documental Ciutat morta ocupa un papel importante en las secuelas de los hechos del 4 de febrero de 2006 que derivaron en la grave agresión sufrida por un policía municipal y en el suicidio de una de las encausadas. Curiosamente, sin embargo, las repercusiones del filme no se derivan tanto de su existencia o de su estreno en una sala ocupada en el 2013 como de su reciente emisión en el prime time de una televisión pública con una audiencia de más de medio millón de espectadores.

Un siglo después de las proféticas palabras de Lenin, lo que cuenta ahora es el público, no las películas. Cinco días después de la emisión de Ciutat morta, TVC proseguía la polémica con un debate en el que de la película apenas quedaba una escena descartada y, en cambio, primaba la participación de instituciones y entidades que ni siquiera habían aparecido en ella. La realidad siempre supera a la ficción y un filme, aunque sea documental, no deja de estar sujeto a subjetividades y manipulaciones. Cuando, hace unos años, Joaquim Jordà rodó De nens sobre las repercusiones políticas de un caso de pedofilia en el Raval, su primer proyecto incluía escenas de películas de ficción sobre la manipulación de la información. Ese es el terreno en el que se mueve el cine.

El debate no es nuevo y surgió, con toda su fuerza, en mayo del 68. Jean-Luc Godard diferenciaba entonces entre los «filmes políticos» y «filmar políticamente». Entre los primeros incluía, despectivamente, a cineastas como Costa-Gavras o el recientemente desaparecido Francesco Rosi. Su alternativa eran los ciné-tracks filmados en barricadas y fábricas ocupadas. Con el tiempo, sin embargo, los directores de Z o Salvatore Giuliano han sobrevivido con mucha mayor consistencia que las efímeras algaradas godardianas, desdeñadas por la clase obrera a la que estaban destinadas. El propio cine soviético estuvo vivo mientras fue revolucionario en su forma. Cuando Stalin impuso el «realismo socialista», la Revolución dio paso a plúmbeos melodramas en los que, como decía el chiste, chico conoce a chica, se casan y tienen un tractor.

Hace muchos años que el cine ha perdido la capacidad de incidencia social de la que gozó en los años 60 y 70, cuando se codeaba con otras formas de expresión artística. En los últimos tiempos ha vuelto a ser el espectáculo de feria del que proceden sus orígenes. Es por ello que la repercusión ciudadana de Ciutat morta constituye una excepción y un motivo de reflexión. Una reflexión sobre el papel del cine en la comunicación de masas, que, en el siglo XXI, pasa por el poder de difusión de una televisión pública y su efecto multiplicador por las redes sociales.