Filantropía: Nos queda un largo camino

Desde la mentalidad anglosajona, esta actuación se interpreta como una muestra obligada de gratitud a una sociedad que te echó la primera mano

malaria

malaria / DAVE THOMPSON

PERE-A. FÀBREGAS

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Buena parte de los Premios Nobel de especialidades científicas (Medicina, Física y Química) se han formado en universidades privadas o en centros de investigación financiados por fundaciones creadas por filántropos. En Estados Unidos es habitual esta práctica de destinar parte del patrimonio a buenas causas. Desde la mentalidad anglosajona, esta actuación se interpreta como una muestra obligada de gratitud a una sociedad que te echó la primera mano y a la que, una vez encumbrado en la escala social, uno tiene el deber moral de devolver con creces aquella ayuda, proveniente del esfuerzo común. 

Este es el sentido de la filantropía, más ambicioso y duradero que el mecenazgo puntual.

En los últimos años ha triunfado otro término, el 'filantrocapitalismo', que entendemos como la aplicación de criterios de gestión empresarial para impulsar los cambios sociales con eficacia. Las fundaciones, por estar bien imbricadas en la sociedad, detectan las necesidades sociales y apuntan soluciones que los poderes públicos no siempre quieren asumir por impopulares o porque tienen otras prioridades más rentables electoralmente. Ante esta tesitura, el filántropo asume la financiación, dirección y gestión del proyecto. Así ocurre con Bill Gates y su programa de erradicación de la malaria y el ébola, y así apunta la iniciativa de Amancio Ortega al aportar 350 millones de euros para la compra de equipamiento médico de última tecnología destinado a hospitales públicos españoles, incluidos los catalanes. Pere Mir, un mecenas catalán recientemente desaparecido, fue también el impulsor del mundialmente reconocido Instituto de Ciencias Fotónicas (ICFO) y del Instituto de Oncología del Hospital Vall d’Hebron, entre otras aportaciones a la ciencia.

Se trata, en todos estos casos, de aportaciones multimillonarias finalistas, es decir, con un destino determinado. Procedentes, en la mayoría de casos, de personas discretas, alejadas del foco mediático.

Decisiones arriesgadas

Matthew Bishop, corresponsal de 'The Economist' en Nueva York, y Michael Green, exalto funcionario británico, formularon esta pregunta en su libro 'Filantrocapitalismo: Cómo los ricos pueden salvar el mundo'. Un ejemplo inmediato fue la campaña Giving Pledge por la que el ya mentado Bill Gates y Warren Buffett invitaron a los multimillonarios a donar la mitad de sus fortunas. Más de 125 donantes respondieron positivamente en pocas semanas.

Mark Zuckerberg, el padre de Facebook, comprometió 45.000 millones de dólares por su parte “para que su hija vea un mundo mejor”, por ejemplo, en educación o en sanidad. En España le llovieron las críticas habituales porque aquí, por desgracia, tenemos demasiada tendencia a criminalizar las donaciones. “¿De dónde ha sacado ese dinero?”, “¿es para pagar menos impuestos?”, “con esto quiere lavar su imagen” son argumentos que se esgrimen en cuanto un empresario de éxito destina parte de su fortuna a una causa que beneficia a la sociedad.

Se podrá aducir que estos filántropos actúan por libre, sin una estrategia conjunta con los gobiernos. Los autores citados, que acuñaron ese término en 2006, defienden precisamente el papel de los filantrocapitalistas porque “piensan a largo plazo” y adoptan decisiones “demasiado arriesgadas para un gobierno”. En definitiva, no actúan impelidos por la presión de un calendario electoral a la vista.

Ojalá España, imitando el modelo norteamericano, tuviera muchos filántropos como Pere Mir y Amancio Ortega y además supiéramos agradecérselo.