Opinión

Un festín para fieles

El primer cartel, del 1968.

El primer cartel, del 1968.

QUIM CASAS

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El festival de Sitges ha sufrido, como cualquier otro certamen, reveses, cambios, distintas orientaciones en función de cada equipo directivo, alguna injerencia política, ediciones brillantes y algunas más discretas; por sufrir, incluso afrontó en 1987 las torrenciales inclemencias del tiempo que convirtieron la ciudad en un espacio más mojado que el exterior del carguero en el que acontece [REC] 4, el filme que inauguró ayer el festival.

47 citas anuales con el cine de género son muchas, así que las cosas se han hecho, por lo general, muy bien. Sitges tiene una virtud que puede ser también un desafío más que un problema: es un festival esencialmente de cine de terror y fantástico, la única modalidad genérica, junto a la comedia, que ha resistido desde los tiempos del cine clásico el cambio de gustos, las crisis de ideas y los vaivenes de la industria cinematográfica. Es una apuesta firme y segura, pero al mismo tiempo los fans del género son muy suyos, y exigen más que los consumidores de otro tipo de películas.

Lo que empezó siendo un festival de sang i fetge (o pre-gore) en los años 60 y 70, pasó a convertirse en un festín de autores importantes y descubrimientos en los 80 y 90, sin dejar nunca de lado lo lúdico y lo experimental: el primer Sam Raimi podía convivir con Peter Greenaway. La apertura a otros géneros o visiones colindantes cristalizó en 1992 con la apuesta de Reservoir dogs, y desde entonces lo criminal o el thriller escabroso se codea con zombis, psicópatas y abstracciones varias. Así tiene una puerta gigantesca abierta de par en par en el certamen desde hace años. Hay nuevas y viejas visiones, maratones extremas y hasta Godard en 3D. Una apuesta global -y totalmente instaurada- que el público, de una fidelidad impagable, aplaude a rabiar dispuesta a consumirlo casi todo.