ANÁLISIS

Facebook, pezones y periodismo

Tal vez no habría que dejar en manos de la red social el criterio de qué es 'fake news'

facebook zuckerberg

facebook zuckerberg / periodico

JOAN CAÑETE BAYLE

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Uno se imagina a Aaron Sorkin maquinando los raudos diálogos con los que levantar la segunda parte La red social, que bien podría subtitularse Cómo Facebook dejó de ser simpático.  La realidad le ha brindado a Sorkin una magnífica y cinematográfica escena: toda una declaración de Mark Zuckerberg ante el Congreso, uno de los rituales más reconocibles de la democracia estadounidense. Por mucho que en su discurso ante los congresistas Zuckerberg tratara de transmitir la idea de que Facebook es una compañía «idealista y optimista», lo cierto es que ya pocos lo ven así, cortesía de su voraz apetito por los datos ajenos que, eso sí, sus usuarios le entregan alegremente.

Pero Zuckerberg no fue al Congreso a hablar de por qué uno busca en Google información sobre hoteles en París y en el móvil le aparecen los contactos de Facebook de amigos que han ido de vacaciones a la ciudad francesa, sino de cómo su red social es usada para difundir noticias falsas e interferir en procesos electorales. Zuckerberg se disculpó, lo cual ya es mucho. Más de lo que, por ejemplo, varias administraciones estadounidenses han hecho por interferir en procesos electorales en otros países, perdón por la ¿demagogia? O no.

Una línea de código

Facebook ya no es simpática, como no lo son Google, Apple ni, en general, todas las empresas que surgieron de un garaje o de una línea de código tecleada en un dormitorio universitario. Son el establishment de estos tiempos, y los miembros del antiguo (aquellos que trataban de influir en elecciones o en la política o en decisiones empresariales y mercantiles a través de páginas impresas y de minutos en televisión) sienten una especial alegría en atizarles cuando les pillan con el carrito del helado.

Cambridge Analytica es eso, el carrito del helado, la pistola humeante, de cómo Facebook ayudó a los brexiters a lograr la victoria en el Reino Unido y a Donald Trump a mudarse a la Casa Blanca. Que la culpa sea de Facebook y de los rusos, al margen de dar un orden al caos, de dotarnos de una explicación a lo imposible, sirve también para tranquilizarnos y para empezar a buscar explicaciones: si Facebook se comporta, prohíbe las noticias falsas, controla el malware y el software que viene de Rusia, otra Clinton (o similar) nos cantará en lugar de Trump.

Dejando de lado que tan arriesgado es minusvalorar como sobrevalorar la capacidad de las redes sociales (Twitter también está allí) para poner y quitar presidentes y ganar o perder referéndums (o para convocar consultas consideradas ilegales), el debate no debería olvidar los pezones. O sea: si le damos el poder a Facebook de decidir qué noticias son fakes y cuáles no, viendo cómo actúa para decidir si una foto es pornografía o no no da mucha confianza pensar cuál será su criterio periodístico y democrático. Una cosa es segura: el establishment (el de ahora, el antiguo, el de siempre) no tendría motivos que temer. Tal vez habría que emnpezar a pensar en las redes no como un fin en sí mismo, sino en una herramienta  y, sobre todo, un espejo.