Exótic@s

MARTA ROQUETA

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La polémica desatada en las redes sociales sobre el cafè amb llet de Quimi Portet me hizo pensar en mi doble condición de mujer y catalana. He visto en Twitter a personas que se consideran feministas disculpar al camarero que se negó a atender en catalán al cantante con unos argumentos que rechazarían al hablar de machismo. También he leído a catalanes que nunca han movido un dedo por la igualdad quejándose con argumentos de índole parecida a los que utilizamos las mujeres para hacer notar que nos están discriminando.

Para combatir las desigualdades o las discriminaciones, solemos poner el foco en el concepto de ‘diferencia’. En el caso de la lucha por la igualdad entre mujeres y hombres, el concepto ha complicado la vida a muchas corrientes de pensamiento feminista, sobre todo al principio de su historia, al plantear una aparente contradicción. ¿Cuándo hay que defender la igualdad de trato y cuándo debemos aplicar una lupa para hombres y otra para mujeres? En el caso de las identidades nacionales, la reivindicación de la diferencia puede dar pie a discursos de corte xenófobo o supremacista.

Para mí, el debate no se centra tanto la diferencia misma –sea de la índole que sea–, sino en el exotismo resultante de la construcción de identidades a partir de esas diferencias y de la instauración de algunas de ellas como hegemónicas.

CATALANES 'EXÓTICOS'

Por mucho que haya catalanes como Jorge Fernández Díaz o Juan Rosell que hayan alcanzado altas cotas de poder en instituciones y organizaciones españolas importantes –como otros catalanes antes que ellos–, y que sepamos a ciencia cierta que no todos los habitantes de España son catalanófobos, en Cataluña ha existido siempre cierta consciencia de saber que nuestra relación con los centros de poder estatales es, cuanto menos, complicada, y que esta complejidad ha marcado a menudo nuestro acceso a ellos, quién de nosotros ha accedido a ellos y en qué circunstancias lo ha hecho. 

“Un presidente catalán para cambiar España” fue el lema que Ciudadanos escogió en Cataluña para las últimas generales. No así el que usó para el resto del Estado –Juan Carlos Girauta llegó a decir que una parte de España aún “no está preparada” para un presidente catalán–. Albert Rivera no ha castellanizado su nombre, pero otros catalanes antes que él sí lo han hecho. Tras su elección como secretario general de UGT, Josep Maria Álvarez declaró que, en su organización, “la catalanofobia no había funcionado”.

Los catalanes no estamos menos preparados que un gallego, un andaluz o un madrileño para acceder a la presidencia de España o para ser el máximo responsable de un sindicato. Tampoco somos menos ambiciosos que ellos –aunque los incentivos, las penalizaciones y los referentes pueden marcar las aspiraciones de un colectivo– ni tampoco tenemos “otros intereses” que nos alejen de querer aspirar a las cotas más altas de poder.

No obstante, sabemos que, por el hecho de ser catalanes, nuestra identidad, por cómo se ha institucionalizado una forma de ser español, puede ser percibida como ‘exótica’ (externa o discordante al sistema), y que esta percepción va a condicionar la relación que tengamos con nuestro entorno, independientemente de nuestra valía. Por supuesto, las identidades nacionales son múltiples y complejas: puedes tener varias a la vez y, aunque tanto tu vecina como tú os consideréis del mismo grupo, podéis tener nociones diferentes de qué significa pertenecer a él.

Además, existen otras identidades que confluyen con éstas, marcadas por cómo se ha construido el sexo, la orientación sexual, la clase social, la religión o la raza en una sociedad. Cada una de ellas comporta discriminaciones específicas. Pero los perjuicios en relación a una condición determinada suelen aparecer, arraigarse y cronificarse cuando una de las distintas identidades dentro de una categoría concreta se convierte en hegemónica y aparta las demás hacia los márgenes del sistema. 

MUJER Y CATALANA

Hasta ahora, las dos condiciones que más he reivindicado a lo largo de mi vida han sido las de catalana y mujer. Hasta que no descubrí el feminismo interseccional, ni tan siquiera me había planteado qué significaba ser blanca, heterosexual, o entrar en el llamado grupo de los “capacitados”, porque estas características no suponían ningún problema para mi desarrollo individual ni vulneraban mis derechos.

Tampoco me planteaba qué privilegios podía tener al poseerlas, por muy consciente que fuera de las dificultades que tenían las personas no blancas, no heterosexuales o con alguna discapacidad para tener derechos o oportunidades que yo daba por descontadas. Simplemente, yo era como era y estaba incluida en las reglas del juego.