El turno

Y en estas llegaron las suecas

NAJAT EL HACHMI

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Quién iba a decir que nada más y nada menos que unas suecas, como si de Pajares y Esteso se tratara, complicarían tanto la vida a uno de los cerebritos más audaces del siglo XXI. Es la pregunta que me martillea desde que empezó toda la conspiración contra el fundador de Wikileaks: ¿alguien que es capaz de dejar en pelota picada al Departamento de Estado del país más poderoso del mundo no debería vigilar un poco más con quién se acuesta? ¿Uno de los hombres con más poder informativo de la década no debería tener más información sobre sus compañeras sexuales, o como mínimo procurar que los polvetes sean en territorios donde no suponga delito que se te rompa un condón? Tanta evolución tecnológica, y en algunos temas todavía estamos donde los neandertales.

Aparte de esta consideración logística, lo que queda claro estos días es que la organización de Julian Assange ha hecho tambalear uno de los pilares discursivos del relato identitario de las sociedades occidentales: la libertad de expresión. Dijimos que Occidente era Occidente porque nadie te amenaza de muerte por dibujar la caricatura de un profeta, pero nunca dijimos que si tocas el tuétano de la infraestructura estatal puedes acabar en prisión. Muerto no, está claro; pero neutralizado con la complicidad de entidades tan poderosas como Amazon, Mastercard o Visa, sí. La incomodidad que ha provocado Assange y el posterior acoso al que ha sido sometido evidencian que, para los estados occidentales, la libertad, la democracia y no sé qué más solo sirven para llenarse la boca de discursos emotivos falsamente inspiradores o para legitimar sus estrategias bélicas. Si los centenares de miles de documentos proporcionados por Wikileaks no nos acaban saturando, quizá sería un buen momento para refundar la democracia, ahora que hace días que nadie refunda nada. Con un poco de transparencia, por ejemplo, la cosa ya cambiaría bastante.