Análisis

Espejismo en Kosovo

El conflicto con Serbia tiene atrapado a Prístina en el limbo del no reconocimiento internacional por un grupo de países, entre los que está España

Un joven vestido de agente de policía sostiene una bandera kosovar en una manifestación en Prístina.

Un joven vestido de agente de policía sostiene una bandera kosovar en una manifestación en Prístina. / periodico

Cristina Manzano

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Durante unos pocos días, a finales de agosto, Kosovo volvió a los titulares. Fue cuando su presidente, Hashim Thaci, y el de SerbiaAleksandar Vučić, declararon que estaban considerando modificar sus fronteras y alcanzar un acuerdo que ponga fin a sus (enormes) diferencias.

Llegaba así un soplo de aire fresco, de la mano de los líderes de ambos países, en la búsqueda de la solución a un conflicto que lleva enquistado más de 10 años. Un conflicto que tiene atrapado a Kosovo en el limbo del no reconocimiento internacional –por un pequeño pero poderoso grupo de países, entre los que se encuentra España- y que ha cortado las alas europeas de Serbia.

Pero fue solo un espejismo. Junto a la sorpresa positiva de la iniciativa, la abrumadora realidad. La de unas relaciones que nunca han sido fáciles y que vuelven a tropezar con numerosos escollos, como se vio poco después en la frustrada reunión conjunta con la jefa de la diplomacia europea, Federica Mogherini. La de un presidente, el kosovar, que está a la espera de una sentencia del Tribunal Especial para Kosovo por crímenes de guerra que incluyen el tráfico de órganos. Y la de la idea de la modificación de fronteras, que sin haber sido realmente explicada ni desarrollada, ha suscitado dentro y fuera de la región todos los temores imaginables. Los recuerdos de sus consecuencias están todavía demasiado recientes y nadie quiere reabrir la caja de Pandora.

Brindis al sol

A modo de brindis al sol, el ministro de Asuntos ExterioresJosep Borrell declaraba entonces que, en caso de prosperar un acuerdo entre Kosovo y Serbia, España se replantaría su posición. "No vamos a ser más papistas que el Papa", dijo. Ya sabía él que esto no llegaría, al menos a corto plazo, a ninguna parte.

El otro espejismo es el del día a día de los kosovares. A primera vista, Prístina está llena de vida –sus habitantes siempre han presumido de una intensa vida nocturna-, con locales modernos y animados y con calles llenas del bullicio, del tráfico y del caos tan característicos de las ciudades balcánicas. Pero la procesión va por dentro.

"Todo el mundo se quiere ir de aquí, sobre todo los jóvenes", dice una alta funcionaria de la Unión Europea en el país. Con un 53% de la población con menos de 35 años y un paro juvenil de más del 50%, las perspectivas no son prometedoras. Un lugar con escaso presente y nublado futuro, que sigue viviendo de la ayuda internacional y de la esperanza de ganarse el derecho a sentarse a la mesa comunitaria.

Círculo vicioso

La solución tendrá que pasar necesariamente por ellos mismos; porque serbios y kosovares lleguen, algún día, a un acuerdo, fuera del círculo vicioso de paternalismo y dependencia que domina el país. Pero al menos entre los funcionarios europeos destinados allí el sentimiento que abunda es el escepticismo, aunque solo lo confiesen a puerta cerrada.

"España no nos reconoce", me decía hace unos días en el aeropuerto de Prístina el empleado de facturación al devolverme el pasaporte. "Por favor, ayúdenos a que lo haga". Como si cualquier ciudadano español, por el hecho de serlo, tuviera la capacidad de influir en una decisión así. Para que todavía a alguno le queden ganas de decir que quiere ser como Kosovo.