Legado sociológico de la Unión Soviética

El regreso del 'homo sovieticus'

La periodista rusa Masha Gessen analiza la herencia envenenada de la URSS en el ensayo 'El futuro es historia'

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Olga Merino

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Moscú, años 90. La ciudad y el espacio post-soviético en su conjunto eran un pandemónium donde la pobreza corrosiva se entreveraba con el estupor por el desmantelamiento de un imperio a precio de ganga. Los trabajadores de las empresas desguazadas malvivían vendiendo por las carreteras del país las cazuelas y las cajas de galletas con que les pagaban el salario en especie, mientras que, cada dos por tres, caía abatido a balazos un banquero o un incipiente empresario. Sin temor a la hipérbole, el mandato de Boris Yeltsin se pareció bastante al Chicago de los años 30 en lo que se refiere a la instauración del 'capitalismo de compinches' y al degüello entre clanes mafiosos por hacerse con un gajo de poder.

Añadido el desgaste de las dos guerras chechenas, resulta comprensible que los rusos vieran en el exagente del KGB Vladímir Putin el advenimiento de un zar con puño de hierro que iba a salvarlos del caos y el desgobierno de los oligarcas. Putin ya suma 18 años en el poder, más que ningún otro dirigente desde Stalin, y buena parte del respaldo con el que cuenta todavía -en marzo, ganó las elecciones presidenciales con el 77% de los votos- responde sin duda al resabio amargo de aquellos años.

Se presumía que esa criatura, que creía en el paternalismo del Estado, desaparecería con los años; fallaron los pronósticos

El país, sin embargo, no se ha convertido en la democracia liberal que auguraban los cantos de sirena del FMI. ¿A qué se debe? ¿Qué ha sucedido desde que los muros de la URSS se vinieron abajo? En respuesta al rompecabezas, la periodista rusa Masha Gessen (Moscú, 1967), una de las voces más críticas contra el régimen de Putin -de hecho, tuvo que trasladar su residencia a Nueva York-, ha efectuado una excelente disección de las últimas tres décadas, desde la tímida apertura de la perestroika hasta la involución autoritaria, en el ensayo El futuro es historia. Rusia y el regreso del totalitarismo, que acaba de publicar Turner. Y lo ha hecho de una manera muy rusa; esto es, siguiendo la tradición de componer una obra mediante un gran mosaico de testimonios, como León Tolstói en Guerra y paz o Vasili Grossman en la espléndida Vida y destino. La semana pasada, por cierto, Masha Gessen dio una conferencia en el CCCB titulada La imaginación y la democracia.   

Para el dramatis personae de su obra, que se lee con la agilidad narrativa de una novela, la autora escogió a siete sujetos con la intención de reconstruir sus vidas desde entonces: cinco jóvenes nacidos en la década de los 80, justo cuando comenzaban a despuntar las reformas de Mijaíl Gorbachov, y tres individuos más veteranos que han intentado levantar un andamiaje intelectual en la zona cero que dejó el comunismo. Con todo, la gavilla de personajes elegidos pertenece casi en exclusiva a las élites, al mismo extracto social que la autora, a las clases medias educadas; es decir, a la intelligentsia rusa, tan luminosa como exigua. Seriozha, por ejemplo, es nada menos que el nieto de Aleksánder Yákovlev, uno de los grandes ideólogos de la perestroika, y Zhanna, la hija del líder opositor Boris Nemtsov, acribillado a balazos en el 2015 cerca de la plaza Roja.

Un espécimen que nunca se marchó del todo

A Gessen parecen interesarle menos las cuitas del ruso ordinario que aún apoya a Putin -a pesar del partido único, de la corrupción, del retroceso en las libertades, de la ausencia de una sociedad civil- por la estabilidad y la mejora de los niveles de vida. Y, sin embargo, la autora es certera en el diagnóstico: no toda la culpa es del Kremlin; también influye el legado de una sociedad traumatizada por los 80 años que duró la URSS. No es que el homo sovieticus haya regresado, sino que nunca se marchó del todo.

Hace un siglo, la revolución bolchevique soñó con la construcción de un hombre nuevo que controlaría su destino y forjaría un sociedad más justa y próspera, si bien, sobre la mesa de operaciones del doctor Frankenstein, surgió lo que surgió: el homo sovieticus. Mijaíl Bulgákov hizo una hilarante sátira al respecto en la novela Corazón de perro.

A finales de los años 80, el sociólogo Yuri Levada, creador de un centro de opinión pública en un país donde ni siquiera existían los sondeos, empezó a estudiar las características de esa criatura, un espécimen que creía en el Estado paternalista, dependía de él, se había acostumbrado al "doblepensar" y desconfiaba de cualquier iniciativa individual que amenazara el equilibrio entre jerarquías. Se presumía que el transcurso del tiempo y las nuevas generaciones irían borrándolo, pero fallaron los pronósticos.

¿Por qué pervive su espectro? Tal vez la escritora bielorrusa Svetlana Alexiéviech dio en el clavo durante una entrevista que le hicieron un año después de recibir el Nobel de Literatura: "El pueblo se siente engañado -dijo-. La perestroika fue obra de Gorbachov, no del pueblo. De pronto, el pueblo despertó en un país completamente distinto. El pueblo quería un socialismo con rostro humano". Y quizá por eso ahora resuena el mismo mantra funesto que se oía en los años 90: "Budushchevo niet", no hay futuro.