Los nombres del periodismo

El quebrantamiento continuado del mandamiento más básico del oficio de informar hizo posible el presunto fraude del 'caso Nadia'

Nadia y sus padres con AnaRosa, hace ocho días.

Nadia y sus padres con AnaRosa, hace ocho días.

LUIS MAURI

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Mal asunto cuando los periodistas debemos ponernos a escribir sobre el periodismo. Señal de que algo no marcha bien. O de que marcha francamente mal.

Sacudido por dos crisis profundas y simultáneas, una económica y la otra tecnológica, el periodismo vive días –qué digo días: casi una década ya– de debilidad y confusión, a menudo de ceguera también.

De un lado están las consecuencias del desfallecimiento de la economía: descenso de los ingresos de los medios por publicidad, caída de ventas de la prensa impresa, cierres, despidos, reducción de salarios, precarización del empleo, fragilidad de las empresas editoras y, en consecuencia, mayor exposición a las presiones exteriores… Entre el 2008 y el 2015, el sector perdió en España 12.200 empleos (no solo de periodistas), según la Asociación de la Prensa de Madrid. Y entre el 2010 y el 2015, el salario medio de los informadores se redujo el 17%.

REVOLUCIÓN DIGITAL

Del otro, el impacto de la revolución digital, que zarandea con fuerza los paradigmas y los patrones de la información, y a la vez el modelo de negocio editorial, acogotando al anterior sin acabar de parir uno nuevo y rentable. Las nuevas prestaciones tecnológicas empujan a las redacciones a producir con mayor velocidad y menor coste, y a menudo con menor calidad. Y al lector, a consumir de forma compulsiva un volumen indigerible de información.

Y luego está la pérdida de credibilidad social del periodismo. Sería un error de bulto pensar que la pérdida de confianza (en el 2015, los españoles otorgaban a la información periodística un aprobado raspado: 5,5 sobre 10, según el citado informe) comenzó al entrar y extraviarse el periodismo en el laberinto económico-tecnológico de este comienzo de siglo. El mal ya lo llevábamos dentro y ha estado aquí desde el principio de los tiempos, golpeando a enanos y a gigantes.

No se trata de algo complicado; de hecho, es radicalmente sencillo. No es necesario poseer conocimientos avanzados de economía ni de TIC. Solo hay que haber entendido la primera y fundamental ley de este oficio, habérsela creído y no renegar de ella bajo ningún concepto, así truene o caigan chuzos de punta.

UNA TROLA DELIRANTE

Que el padre de la niña Nadia haya podido pasear sus colosales e inconcebibles embustes por radios, platós y periódicos durante 8 años (no 8 días, tampoco 8 semanas) sin que ni uno solo de los profesionales que le dieron altavoz haya considerado necesario verificar ni una sola coma de la delirante trola no tiene nada que ver con la crisis ni con las TIC. Solo guarda relación con la negligencia profesional, con el hecho de enviar al desguace el mandamiento nuclear de este oficio: la información debe estar contrastada y verificada; si no, no es publicable.

¿Pudo haberle ocurrido a cualquiera? A cualquiera que se fume las reglas del oficio, sí, desde luego. A quien las respete, difícilmente.

El periodismo no es algo sagrado. Como toda actividad humana, está sujeto a la posibilidad de error. Pero no es lo mismo un error que una negligencia. Ni esta equivale a un fraude. Los periodistas del 'caso Nadia' no inventaron el embuste como los dos colegas impostores de 'The Washington Post' (Janet Cooke fabuló en 1980 con un yonki de 8 años de edad) y 'The New York Times' (Jayson Blair falseó, plagió, inventó y deformó decenas de historias hasta que fue desenmascarado en el 2003). Tampoco se entregaron a esos aquelarres de agitación y propaganda políticas que, disfrazados de periodismo, no dejan de ser una forma sutil de corrupción social.

EL DAÑO INFLIGIDO

No, los periodistas del 'caso Nadia' no llegaron tan lejos, solo (¡solo!) se dejaron engañar acrítica  o interesadamente, salivando de excitación ante tan suculenta historia. ¿No contrastaron el relato del padre, Fernando Blanco, por temor a perder tan sensacional reportaje? ¿Quizá creyeron en el absurdo de que los afligidos, las víctimas, nunca mienten? Ya da igual, el resultado es el mismo: el inmenso daño infligido a sí mismos, a sus respectivos medios (cuyos controles internos, si los había, fracasaron clamorosamente) y al conjunto de la profesión periodística.

Con o sin laberinto económico-tecnológico, en papel prensa o en hologramas virtuales en la Gran Via, el periodismo solo merece su nombre cuando es independiente, veraz, riguroso, honesto, inconformista, audaz, crítico y comprometido con la búsqueda de la verdad. Este periodismo resulta costoso para la escasez que impone la crisis y no tan veloz como permiten los recursos tecnológicos. Pero es el único periodismo posible: para lo demás, busquen otro nombre.