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La economía colaborativa o la perversión de las palabras

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Jordi Alberich

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Este verano los conflictos laborales no se han tomado vacaciones. Lo hemos visto en el caso que viene enfrentando al sector del taxi con Uber y Cabify; en  el recrudecimiento del malestar de las camareras de piso, las denominadas kellys; o en la reacción de  los repartidores de empresas como Glovo o Deliveroo. Una conflictividad que refleja las complejas contradicciones de nuestros tiempos.

Todo ello ha llevado al Gobierno de Pedro Sánchez a comprometerse con estos colectivos a través del Plan Director para el Trabajo Digno, que pretende abordar la precariedad y mejorar la calidad del empleo. En meses veremos si dicho Plan adquiere consistencia, o si se queda en una mera manifestación de buenas intenciones. En cualquier caso, poner en el centro del debate público abusos en la externalización y precarización del trabajo constituye, en sí mismo, una iniciativa en la buena línea.

La conflictividad podría interpretarse como una muestra más de la inherente fricción entre capital y trabajo que  acompaña al capitalismo. Pero no es así en los casos que nos ocupan. El problema reside en que nos vamos adentrando en escenarios desconocidos, que rompen los equilibrios tradicionales, de la mano de la denominada economía colaborativa. Un embrollo de difícil solución. Tres comentarios al respecto.

La extraordinaria fuerza de las palabras para legitimar lo que, racionalmente, resulta incomprensible. Empecé a pensar en ello cuando, en plena euforia, se creó el concepto de apalancamiento, que prácticamente no se diferencia del endeudamiento. Pero mientras un empresario apalancado era objeto de admiración, un empresario endeudado lo era de conmiseración. Posteriormente, por ejemplo, el uso interesado de conceptos tan agradables al oído como meritocracia y creación de valor ha servido para legitimar derivas preocupantes del capitalismo de nuestros días.

La economía colaborativa es, también, un ejemplo paradigmático de la perversión del lenguaje. Tras esas dos palabras, que suenan cargadas de virtudes, lo que nos encontramos es, a menudo, al capitalismo más descarnado. Negocios basados en las nuevas tecnologías, liderados por jóvenes emprendedores, admirados, vivaces y alejados de la imagen hierática del capitalista tradicional. Pero esa imagen juvenil y cargada de sonrisas, no responde a la realidad de un negocio que se fundamenta, en buena parte, en un modo de explotación de los empleados que nos hace retroceder muchas décadas.

A inicios de agosto, en plena ola de calor, conducía por una empinada calle de Barcelona, tras un esforzado repartidor que iba en bicicleta, supongo que como muestra del  compromiso de su empresa con el medio ambiente. Recordé haber leído que, recientemente, dicha empresa había cerrado satisfactoriamente una ronda de financiación de más de 100 millones de euros.  Imaginé que, en pleno agosto, sus propietarios deberían estar navegando, celebrando el éxito de esa capitalización, e intentando olvidar el incomprensible malestar de sus repartidores.