A propósito de una encuesta que justifica el engaño

La dolorosa enfermedad latina

El fraude fiscal es un cáncer moral que hay que combatir y extirpar, pero con la crisis será más difícil

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JOSEP Oliver Alonso

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Los humanos tenemos una marcada tendencia al engaño, hacia nosotros mismos y hacia los demás. Tendencia que no es muy distinta de la existente en otros mamíferos, sean superiores o no, como ha demostrado el avance de la psicología evolutiva de los últimos cuarenta años. Por ejemplo,Robert Wright,en suThe moral animal,documenta la solidaridad entre murciélagos vampiros, que comparten la sangre obtenida con los que no han tenido suerte en la caza. Este intercambio es perfectamente racional: un pequeño inconveniente en la cena de hoy (para el que aporta la pitanza) frente a un elevado beneficio mañana (cuando no obtenga comida y le devuelvan el favor). Y al igual que la solidaridad, también está extendida en otras especies de mamíferos, en especial en los primates superiores, una notable capacidad de engaño. Por ejemplo, entre chimpancés hembras y machos, que se esconden para sus asuntos del macho alfa, el dominador sexual y líder del grupo.

Viene esta introducción a cuento de una encuesta del Instituto de Estudios Fiscales sobre el fraude fiscal en España. Los resultados, no por esperables, son menos descorazonadores: el 40% de los asalariados, el 48% de los profesionales y el 50% de los empresarios lo justifican. Esta tolerancia es, en sí misma, un cáncer, que afecta profundamente al funcionamiento de nuestras sociedades. Pero, junto al negativo impacto sobre la psicología colectiva, hay que sumar sus perversas consecuencias financieras.

Así, a ojo de buen cubero, podría estimarse que en torno al 20% o al 25% de las bases fiscales acaban fuera de los circuitos de nuestra hacienda pública. Y eso son palabras mayores.

Suponga el lector que el fraude equivale al 10% de los impuestos y las cuotas de la Seguridad Social recaudados en el 2009, en torno a los 40.000 millones de euros. Dado que el déficit del año pasado fue de unos 110.000 millones, quiere ello decir que cerca de una tercera parte derivaría del fraude. Además, como hay que financiar ese déficit, esos 40.000 millones de fraude teórico se van a convertir, en los próximos 10 años, en 60.000 millones (considerando que el coste de financiar la deuda se sitúe en torno al 5%).

Si repitiéramos este ejercicio desde principios de los años 90, para no ir más lejos, aparecería con claridad que una parte, no menor, de la deuda pública que hoy tenemos acumulada, próxima a los 550.000 millones, no es más que el resultado de capitalizar nuestros fraudes colectivos anuales.

Este comportamiento es profundamente insolidario tanto en relación a los que hoy contribuyen como respecto de las nuevas generaciones, que deberán financiar los excesos de deuda provocados por la malicia de algunos y la falta de voluntad política de otros. Además, esta historia es dolorosa. Porque los que menos tienen son los que más necesitan de un Estado avanzado y solidario.

Se argüirá que siempre ha sido así. Y que así son los latinos. Pero ese determinismo es falso. En todas partes cuecen habas, pero en algunas, por ejemplo en los países centroeuropeos y nórdicos, se han diseñado instituciones que hacen más difícil el engaño. En España hemos tenido el infortunio de padecer la influencia de las opiniones contrarias a la fiscalidad justo en los momentos en que comenzábamos a gozar de un cierto nivel en nuestro Estado del bienestar. Y ahí nos hemos quedado, con unos ingresos públicos alejados de los países más avanzados, y más competitivos, de Europa, y con un fraude fiscal que nos hace sonrojar.

¿Latinos? Sí, pero porque colectivamente así lo queremos, no por ningún hado maligno que nos haya encantado. El acuerdo social que ampara el fraude se extiende desde aquel 43% de los españoles que lo justifican y, probablemente, lo apoyan, a los que, desde sus responsabilidades políticas, debieran haber abanderado la lucha contra él.

En la larga década prodigiosa que precedió a la crisis, el debate sobre el fraude estuvo prácticamente ausente de las preocupaciones políticas y de las de los medios. ¿Para qué preocuparse si los ingresos públicos crecían intensamente merced al boom?

He comentado en otras ocasiones que, para nosotros, la salida de esta crisis implicará ser más centroeuropeos y calvinistas, y menos latinos y católicos. Esa consideración toma su máxima expresión al tratarse de la fiscalidad. Porque la moral social se articula a su alrededor. Porque un país con amplia tolerancia ante conductas fraudulentas respecto de la hacienda pública tiene un problema. Porque nosotros tenemos un problema.

Al final, las sociedades tienen los gobiernos, y la fiscalidad, que se merecen. El fraude es un cáncer moral y, como tal, hay que combatirlo, extirpándolo. Había que hacerlo antes. Hay que hacerlo hoy. Pero ahora todo será más difícil.

Catedrático de Economía Aplicada (UAB).