El efecto de la crisis

Diez años de resistencia íntima

Nos convencieron, y nos los creímos, de que la estabilidad era un anhelo obsoleto. ¿Quién quiere un trabajo para toda la vida?

Cola de parados en una oficina de empleo de Barcelona.

Cola de parados en una oficina de empleo de Barcelona. / periodico

NAJAT EL HACHMI

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Hace diez años que empezó la crisis. Hace diez años vivíamos tan tranquilos sin tener ni idea de lo que se nos venía encima. Bueno, es un decir, porque antes de la crisis también había precariedad, vivir al día mes a mes. Ya existían los contratos de una hora. La diferencia es que no imaginábamos que podríamos caer tanto. Era contranatural la sola idea de vernos retrocediendo en derechos, bienestar y estabilidad a niveles de generaciones anteriores. En esa época los jóvenes protestábamos porque éramos mileuristas y no podíamos comprarnos un piso. Ahora ser mileurista es ser un privilegiado. Nuestra situación era enormemente frágil, pero lo cierto es que nos movilizábamos más bien poco. Éramos los amos del mundo, podíamos comprar un billete tirado de precio para dormir en el sofá de un amigo en cualquier ciudad europea. Nos convencieron, y nos los creímos, de que la estabilidad era un anhelo obsoleto. ¿Quién quiere un trabajo para toda la vida? ¿Quién quiere vivir siempre en el mismo sitio y con las mismas personas? Defendimos hasta la muerte nuestro individualismo desarraigado y por eso el tsunami nos levantó y estampó sin dificultad alguna.

Tiempo después puede que sí redescubriéramos la importancia de los vínculos que nos hacen depender de los demás. Muchos canalizaron su malestar a través del activismo político, las protestas y las reivindicaciones, una nueva pertenencia a la comunidad, tan despreciada en otras épocas. Volver a casa de los padres, a casa de los abuelos, ser de nuevo familias extensas aunque ahora fuera en pisos minúsculos que habían escapado de milagro del fuego de las hipotecas. Pero al lado de la recuperada solidaridad intergeneracional, qué remedio, la crisis también ha hecho estragos en lo más íntimo de cada uno. No solo por las consecuencias directas de la falta de recursos, fragilidad y abismo, también porque las relaciones más importantes, familiares o sentimentales, sometidas a una presión tan salvaje sostenida en el tiempo, acaban por sufrir grietas significativas, cuando no se rompen del todo. 

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