REFLEXIONES EN TORNO A UNA JORNADA MUY PARTICULAR

Un día arrancado al invierno

La vida tiene mucho de lucha cotidiana y tenaz, no violenta, al modo de Sísifo contra todas las guadañas

ANTONIO SITGES-SERRA

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Invité a dos buenos amigos vascos a un paseo micológico por los bosques que conozco. Uno, Aitor, cirujano; otro, también Aitor, chef de cocina. Gente buena y noble. Ambos se pegaron un buen madrugón para estar antes de las nueve de la mañana en los pinares que augurábamos fértiles aunque, como saben los micófilos que me lean, toda predicción respecto a la caza de setas es siempre arriesgada.

La verdad es que la jornada salió redonda, cosa que como anfitrión satisface y alivia a la vez. El tardío, como llaman los castellanos al otoño, estuvo en su sitio ofreciéndonos los colores del momento: chopos y abedules llameantes, serbales con sus mejores rojos, hayedos encendidos y fresnedas ocres. Lució un sol magnífico y la temperatura y la transparencia de la atmosfera fueron simplemente excepcionales. Los bosques solicitados se mostraron generosos; nos regalaron hongos, níscalos, molineras y negrillas suficientes para llenar nuestros cestos y aplacar la ansiedad con la que los recolectores nos acercamos a la naturaleza por estas fechas. Pura adicción. Incluso nos hicimos con un par de boletus regius, especie muy rara, de bello atuendo amarillo azufre y púrpura; un hongo en peligro de extinción, capaz de asombrar al paladar más exigente.

La comida en casa estuvo a la altura de la excelsa mañana, como no podía ser de otro modo dada la procedencia bilbaína y el currículo de mis invitados: no solo el de Aitor chef (eso se da por descontado), sino también el del otro Aitor, el cirujano, un poco discípulo mío (muy aventajado, por cierto) y también de Aitor, el chef. Este último nos preparó los regius y unos cuantos edulis al horno que merecieron mención aparte: corte grueso, buen aceite, su punto de sal. Además, sus consejos resultaron fundamentales para que mi risotto de setas diera de sí todo lo que podía dar. Saqué un Vega Sicilia que dejó anonadado a Aitor, el cirujano, excelente catador de caldos tintos. Lo tenía reservado desde hacía seis o siete años esperando una oportunidad que se acabaría presentando más pronto o más tarde, como así fue. La botella, un reserva del 2000, me llamó desde su lecho. Un regalo de un paciente agradecido -de los que quedan pocos- que halló un destino inmejorable. Además, pudimos comer al aire libre, bajo un porche soleado por el retraso de los relojes. A pesar de lo avanzado de estas fechas, el aire era templado y apenas se movía.

Encima ganó el Athletic al Almería en un partido que vimos por televisión, sin demasiada enjundia y con victoria mínima, pero que les proporcionó a los vascos tres puntos vitales para salir del foso y recuperar el triunfo perdido desde hacía innumerables jornadas. Buenos futboleros los dos Aitores: el cirujano y el chef.

El tiempo, indiferente a tanto prodigio, se disipó al hilo de una asombrosa, tanto como inesperada, tormenta en la que no faltó el grueso goterón y hasta la piedra. Un broche de oro, vaya. Llegó el momento de la despedida, siempre difícil cuando uno ha disfrutado intensamente del día y de la buena compañía. Fue entonces, cuando el Aitor chef mientras me estrechaba la mano pronunció la frase que, a fin de cuentas, es la que me ha llevado a escribir este artículo. Dijo simplemente, sin darle importancia ni citar a ningún clásico: «Otro día arrancado al invierno».

A mí, esas cinco palabras me calaron en lo más hondo. No sé si las oyeron Aitor, el cirujano, y mi esposa, que se despedían efusivamente al otro lado del coche. Entendí que no era una mención frívola a la bondad del clima que habíamos gozado. Ni se trataba tampoco de un anacronismo ingenioso, ya que el invierno aún debía esperar lo suyo. La frase del Aitor chef iba dirigida al centro de la amistad y del placer mutuo que nos había proporcionado esa corta convivencia durante un día otoñal.

El invierno al que se refería Aitor, no me pareció el invierno meteorológico sino el moral, el existencial: se trata del invierno de la angustia, de la muerte, del tedio. El invierno de los sinsabores. La vida tiene mucho de lucha cotidiana y tenaz, no violenta, al modo de Sísifo (Camus dixit), contra todas las guadañas. En esa frase en apariencia inofensiva -ignoro hasta qué punto la expresión forma parte de su lenguaje-, Aitor sintetizaba un programa de vida y, más aún, de supervivencia cuyo eje central sería la amistad, la bondad, la naturaleza y el placer de los sentidos representado ese día por un buen manjar en no menos buena compañía. Un programa que nos retrotrae al mejor Epicuro, vilmente denostado por demasiados austericidas. Probablemente Aitor, el chef, no haya leído al clásico griego pero me temo que no le hace ninguna falta.

Lástima que el flemático Ancelotti laminara justamente al inquieto Luis Enrique en el Bernabéu; y es que, ya se sabe, en esta vida no se puede tener todo.