El epílogo

Después de Sakineh

ENRIC Hernàndez

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Su nombre les sonará vagamente; de su historia a buen seguro habrán oído hablar más de un vez. Se llama Sakineh Mohammadi-Ashtiani, es una mujer iraní de 43 años y, hasta ayer mismo, habitaba en un sórdido corredor de la muerte, condenada por el régimen islámico a ser ejecutada mediante lapidación. Su delito, haber mantenido «relaciones ilícitas» con otros hombres antes de que su marido falleciera. Ya pagó su pena a base de latigazos, pero la ley islámica es inflexible cuando de consagrar la supremacía masculina se trata. Al final, ayer fue liberada, junto a su hijo y su abogado. Eso sí, bajo fianza. Aliviados, pronto pasaremos página y borraremos su nombre de nuestra memoria. Hasta la próxima.

La presión internacional, ejercida por gobiernos occidentales y organizaciones de derechos humanos, logró que el régimen de los ayatolás suspendiera la condena a muerte dictada contra Sakineh. Ayer, al tener las primeras noticias sobre su liberación, la diplomacia Wikileaks (léase el cinismo de quienes nos gobiernan, que en público vindican lo que en privado menosprecian) habló por boca del ministro italiano de Exteriores. Franco Frattini se deshizo en elogios: «Irán ha hecho el gesto de comprensión y misericordia que esperábamos, ejerciendo su prerrogativa de estado soberano». Otro éxito diplomático; dediquémonos ahora a lo que de verdad importa.

Principio de no injerencia

Porque lo que inquieta a los gobiernos no es el sometimiento de la mujer en Irán. Ni que, en virtud de la ley islámica, el adulterio reciba allí idéntico castigo que verdaderos crímenes como el asesinato o la violación. Minucias amparadas por el saludable principio de no injerencia.

A la comunidad internacional lo que le preocupa es tener a raya a Ahmadineyad para que no haga estallar el polvorín de Oriente Próximo, ni los intereses que allí tiene Occidente. De ahí que la ONU envíe inspectores a Irán para supervisar sus plantas nucleares, pero no para velar por los derechos humanos de sus habitantes. ¿Cuántas otras mujeres correrán aún peor suerte que Sakineh sin que nadie pueda evitarlo?