La rueda

Desintegración del pujolismo

ENRIC MARÍN

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La Transición no fue una revolución, precisamente. Fue la alternativa a la ruptura democrática. Pero, como la revolución, ha devorado y devora a sus hijos. De Juan Carlos I a Jordi Pujol, pasando por  Santiago Carrillo.

He escrito más de una vez que Jordi Pujol es el político catalán más importante de la segunda mitad del siglo XX. Culto, inteligente, astuto, carismático y cercano. Y también que una parte de su obra de gobierno ha tenido un carácter estratégico y fundacional. Particularmente, la de las primeras legislaturas. Lo que Pujol ha representado para la cultura política catalana resulta similar a lo que De Gaulle representó para la cultura política francesa.

De hecho, una de las singularidades del pujolismo consistió en la identificación entre el líder, el partido y el país. Y lo más sorprendente es que una parte significativa del anticatalanismo, particularmente fuera de Catalunya, contribuyó a reforzar esta identificación entre Pujol y Catalunya. Por todo ello, el impacto emocional que el harakiri político y simbólico de Jordi Pujol tiene sobre la sociedad catalana es enorme. Y también por eso la potencia destructiva de la confesión es colosal.

No resulta extraño, pues, que algunos especulen sobre el eventual efecto negativo que la rotura de este icono vivo del catalanismo pueda tener en el proceso soberanista. Pero vivimos unos tiempos de aceleración histórica. Y Catalunya ya hace diez años o más que vive en el pospujolismo.

Por otra parte, hay razones suficientes para pensar que la desintegración repentina del imaginario pujolista todavía puede hacer más urgente y evidente la necesidad del cambio radical de ciclo político que representa la superación soberanista del autonomismo y la regeneración profunda de la política. Asimilar hoy Catalunya a Pujol puede inducir a graves errores de apreciación.