Deshojando el viejo trébol

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OLGA MERINO

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Los últimos sondeos dan una ventaja del 56% a los partidarios de flexibilizar la normativa sobre el aborto en Irlanda, frente a un 15% que todavía no lo ha decidido (o prefiere callárselo) y otro 29% que se decanta por permanecer anclado en una de las leyes más restrictivas de Europa respecto de la interrupción del embarazo. Una holgada mayoría permite albergar ciertas esperanzas, pero la prudencia aconseja no echar las campanas al vuelo, visto que las encuestas fallan más que una escopeta de feria y de lo sucedido en 2016 con el Brexit y Trump: en ambas ocasiones, británicos y norteamericanos se decantaron en las urnas por los símbolos y lo tribal, estandartes que no escasean precisamente en la antaño ultracatólica Irlanda. Nunca debería subestimarse el voto de las zonas rurales; como dice la protagonista de una de las novelas de Edna O’Brien, que versa sobre el aborto, a veces “en el campo las cosas se ponen muy turbias”.      

La campaña del referéndum, previsto para el próximo 25 de mayo, está siendo enconada y también muy activa —gracias al verdor de los dólares norteamericanos— por parte del sector Pro-Vida y de grupos católicos laicos, que ven en la consulta la última oportunidad de echar por tierra dos décadas de reformas sociales progresistas. Al ambiente de crispación se suma la circunstancia de que el papa Francisco viajará a la isla esmeralda a finales de agosto, en lo que supone la primera visita de un pontífice en casi 40 años. Por lo menos, los irlandeses han ido arañando algún derecho desde que en 1979 Juan Pablo II puso los pies en su tierra: la homosexualidad era entonces ilegal, el divorcio virtualmente imposible, y los condones sólo se conseguían por prescripción médica. ¿La píldora? Había que cruzar la frontera de Irlanda del Norte para ir a comprarla. ¿El aborto? Ni por asomo.

Derecho a la via del feto

Y al fin, dentro de apenas tres semanas deberán pronunciarse sobre la revocación del artículo 40.3.3 de la Constitución, más conocido como la octava enmienda, introducida en 1983 a través de otro referéndum y que otorga al feto no nacido y a la madre idéntico derecho a la vida. Dicho en otras palabras y para que se entienda: la Carta Magna irlandesa prohíbe la interrupción voluntaria del embarazo en casos de violación, incesto y anomalías fetales, con penas que pueden llegar hasta los 14 años de cárcel. Por fortuna, una nueva regulación desde 2013 admite el aborto cuando la vida de la madre corre peligro, lo que incluye el riesgo de suicidio.

En caso de que las urnas arrojen el triunfo del sí, el Gobierno irlandés ha prometido introducir reformas en la legislación que permitan el aborto sin restricciones en las primeras 12 semanas de embarazo (en España son 14).

Igual que sucedía aquí en su momento, prima la hipocresía: las irlandesas abortan, pero mientras lo hagan fuera, santas pascuas; el viejo precepto de que lo que no se mienta, lo que se esconde debajo de la alfombra, no existe. Cada año, centenares de ellas cogen el ferry o el avión de Ryanair para interrumpir embarazos anómalos o no deseados en clínicas de Liverpool, Manchester o Londres. Según datos del Ministerio de Salud Británico, entre 1980 y 2015, al menos 165.438 irlandesas han abortado en el Reino Unido. Como de costumbre, ser mujer es algo más fácil con la tarjeta de crédito en el bolsillo o un familiar que te apoye.

También en Irlanda el argumentario de los llamados Pro-Vida es más teológico que biológico, y convierte a la mujer embarazada en un mero cuerpo que ni siquiera le pertenece. A lo largo de los años se han dado casos espeluznantes por su crueldad, como el de Savita Halappanavar, una mujer irlandesa de origen indio. Embarazada de 17 semanas, acudió al hospital aquejada de fuertes dolores de espalda, y quiso interrumpir su embarazo cuando le informaron de que estaba sufriendo un aborto espontáneo, pero los médicos se negaron a practicárselo porque el corazón del feto seguía latiendo; al parecer, le dijeron: “Éste es un país católico”. Prevaleció el derecho a la vida del feto, que no sobrevivió, frente al de Savita, fallecida al final de septicemia.                                  

Siempre que se habla de la vieja Irlanda y de la cuestión del aborto no puedo evitar acordarme de las hermanas de la Magdalena y de sus asilos para las mujeres caídas, pobres muchachas violadas o madres solteras, apartadas del mundo y obligadas a quebrarse los huesos en las lavanderías de la congregación. Los tiempos han cambiado, por fortuna. Confiemos en las nuevas generaciones, en los mismos irlandeses que apoyaron al fin, hace tres años, el matrimonio entre personas del mismo sexo.

Aspirábamos a una Europa de libertades, y esta lucha nos atañe a todos; a los hombres, también. Sobre todo, cuando vuelven a soplar vientos de retroceso en países como Polonia, que estudia volver atrás y penar el aborto con cárcel. Nos ha costado sangre conseguir nuestros derechos como para dar un paso atrás.