Vino de mi cosecha

Desastres y helados

JOSEP M. FONALLERAS

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Desastres y helados

No hace falta que les recuerde que el mundo va mal, muy mal, pero quizá es en verano cuando somos más conscientes de ello. Y no porque haya más desastres que nunca, sino porque las miserias nos llegan a la par que el helado que nos tomamos en el paseo marítimo. Contemplando la placidez de las olas y el calor deslumbrante del cielo, sabemos que en el lejano Moscú se ha instalado un muro de humo y una pesadez imponente que no deja vivir, impide la visión y obstaculiza los pulmones y la moral. Bañándonos en un estanque de aguas heladas, nítido y civilizado, tenemos noticia de las riadas y los corrimientos de China, esos lodos insalubres, esas casas arrastradas por el barro. Disfrutando de una cascada fluvial, alguien nos habla de las lluvias torrenciales de India y Pakistán, donde no solo hay devastación, sino sordidez y caos, tal como me hace saber una amiga que tiene ahí a su hija. Reconvertida de escaladora en cooperante, la chica hace un retrato estremecedor de «la tierra que tiembla cerca del río», justo allí donde el día antes se preparaban para ir a hacer senderismo por el Himalaya. Saboreando un gintónic con limón y hielo en una terraza, descubrimos que un iceberg se ha desprendido de Groenlandia y nadie sabe dónde irá a parar. Hay quien contempla las desgracias del mismo modo que observa las evoluciones de una aceituna en un martini. Están ahí, pero –a no ser que nos afecten en ese cuerpo a cuerpo tan difícil de llevar– no tienen más trascendencia que el color de los días reposados. La tirantez moral que nos exige el sufrimiento de los demás y el desgaste muscular que acumulamos en una tumbona son dos formas de permanecer en el planeta claramente antagónicas que, en verano, se enfrentan en un combate desigual. Gana siempre la tumbona, un asiento que se adapta a la inmensa necesidad de estirarse. Una contradicción curiosa y, a la vez, productiva, determinante. Los problemas que durante el curso nos acucian –ahora aplazados, dilatados, empequeñecidos– seguramente nos alejan del dolor planetario. Ahora que simulamos que no los tenemos, o que son ridículos (encontrar un espacio libre en la cala idílica, hacer cola para subir a un tobogán de agua), ahora nos fijamos más en el sufrimiento. Y, a la vez, nos lo comemos con la misma indolencia con que consumimos la aceituna, una vez nos hemos tomado el martini.

Tombet planetario

Ha habido momentos en que la visita de la señoraObama ha rozado lo que podríamos llamar un ridículo intenso. Ha habido carteles de bienvenida, cálculos exagerados y burdos de los beneficios que ha podido generar la acogida de la primera dama norteamericana, incursiones en el mundo del flamenco, algunas postales folclóricas. El último día de su estancia comió tombet. He leído que el plato fue incorporado al menú para expresar la simbiosis entre dos continentes, a partir de los ingredientes usados para hacer este paciente frito de raíz mallorquina. Llevaba tiempo sin oír una exageración tan colosal. Las patatas, los tomates y el pimiento son americanos. La berenjena, procedente de la India, nos llega gracias a los árabes y podemos decir, con toda propiedad, que es un alimento mediterráneo. También hay aceite de oliva, claro. Extraer de aquí una alianza de civilizaciones me parece, como mínimo, atrevido, por no decir risible. Según este razonamiento, unas patatas bravas también lo serían. ¿O no?