ANÁLISIS

Desafío a una sociedad asustada

ALBERT GARRIDO

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La sangrienta respuesta de los islamistas, poco menos que inmediata, a la detención de Salah Abdeslam confirma, por si hacía falta, varias circunstancias concurrentes en la guerra asimétrica declarada por el yihadismo. En primer lugar, el Estado Islámico o sus asociados en Europa dan muestras una vez más de una capacidad logística bastante superior a la que se supone a jóvenes radicalizados sin mayor preparación que su entusiasmo extraviado. En segundo lugar, la comunidad de inteligencia europea da reiteradas muestras de descoordinación o de debilidad, reiteradamente sorprendida por militantes pertrechados con un nihilismo pétreo que desprecia a sus víctimas. En tercer lugar, los instrumentos para neutralizar el terrorismo yihadista son por lo menos inadecuados, incluso dando por supuesto que la seguridad absoluta no existe, ni siquiera en aquellos lugares donde los valores democráticos y los derechos humanos no forman parte del paisaje.

La carnicería de Bruselas, como antes la de la noche del 13 de noviembre en París, coincide con la deslavazada gestión de las crisis de los refugiados, alimenta las corrientes xenófobas y desgasta los argumentos de cuantos en Europa defienden que mejorar la seguridad no debe hacerse a costa de recortar las libertades. La tentación de atribuir a la llegada masiva de refugiados una parte de la facilidad con la que los terroristas circulan por Europa, no solo carece de fundamento, sino que contribuye a aumentar la sensación de inseguridad y asienta en el ánimo de una sociedad asustada la creencia cada vez más extendida de que quizá la mejor alternativa sea restaurar las fronteras nacionales, envolverse en la bandera –cada uno en la suya– y renunciar al proyecto político europeo.

Tales conjeturas soslayan un hecho irrefutable: el vigor del Daesh, la crisis de los refugiados y la inseguridad colectiva tienen todos origen en la guerra de Siria y la implantación del califato. No por muy sabido resulta ocioso recordarlo. Sí merece la pena subrayar que analistas como Jean-Pierre Filiu y Gilles Kepel han insistido, con razonamientos no siempre coincidentes, en esa realidad ineludible, que se complementa con otras no menos reseñables: el sectarismo chií en Irak y la insolvencia de su Gobierno, la ambigüedad hasta anteayer de varias petromonarquías en su relación con el yihadismo, la debilidad del régimen afgano, etcétera. Puede decirse que de la orilla oriental del Mediterráneo al corazón de Asia todo conspira para que el terrorismo zarandee Europa.

En igual o parecida medida, la vulnerabilidad o marginación de las comunidades musulmanas europeas explica fenómenos de concentración yihadista como el que se da en Bélgica, especialmente en el barrio bruselense de Molenbeek. La dualidad social en sociedades prósperas propicia el enrarecimiento de las relaciones, incrementa la sensación de vulnerabilidad y atiza la radicalización de minorías que concentran la masa crítica suficiente para desafiar a las instituciones y amenazar la seguridad de sus conciudadanos. Corregir las carencias que presenta la urdimbre de una sociedad multicultural, pero con un grado de mestizaje muy pequeño, es extremadamente complejo, pero es indispensable para cohesionarla.

Desde los atentados de Madrid del 2004 a los de hoy han transcurrido 12 años, casi día por día y, en este tiempo, la degradación de la atmósfera europea se ha acentuado a ojos vista. La tendencia a la Europa fortaleza, en términos de seguridad, ha sido tan infructuosa como la timidez en afrontar las consecuencias que traería la larga guerra civil siria, incluida la consolidación del califato sedicente. ¿Cuál será la reacción de los gobiernos europeos si, al hilo de los acontecimientos en curso, una de las marcas de la extrema derecha xenófoba, nacionalista y antieuropea llega al poder en solitario? No hay forma de predecirlo.