El proceso soberanista

Del Estado-nación a la Catalunya-Estado

El proyecto catalán conecta con los nuevos paradigmas económicos, políticos y culturales

ENRIC MARÍN

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El contraste entre la situación política de  España y la de Catalunya tiene que ver con la divergencia e incompatibilidad de los respectivos proyectos nacionales. Las élites dirigentes españolas se agarran a la continuidad de un agotado modelo jacobino de Estado-nación como a un clavo ardiente. Un modelo que cogió impulso definitivo con el franquismo, se racionalizó y modernizó en los primeros 20 años de democracia y terminó de desplegarse en los ocho años de gobierno de Aznar. La nación española que imaginó la FAES culminaba el proyecto en forma de utopía centralista en la que el Gran Madrid era el pulmón y el corazón de toda la Península. La T-4 y la red radial del AVE debían articular una especie de España-ciudad en la que Madrid hacía de núcleo cosmopolita, y las demás ciudades, de suburbios más o menos periféricos y subordinados.

Este diseño iba acompañado de la percepción de un vigoroso impulso económico liderado por un vitaminado capital financiero y por los antiguos monopolios de Estado transformados en nuevas multinacionales. Y con un empujón, que se quería definitivo, a las políticas de recentralización política y homogeneización lingüística y cultural. Conllevancia orteguiana, altiva y displicente. Coincidiendo con el cambio de siglo pareció que esta utopía cuajaba. Pero primero la respuesta catalana con la formación de los tripartitos catalanistas y de izquierdas, y más adelante la crisis económica pusieron en evidencia el voluntarismo y la inconsistencia del proyecto aznarista. Hoy ya sabemos que era como el sueño de un nuevo rico estúpidamente vanidoso; un ideal con pies de barro.

La propuesta de nuevo Estatut impulsada por el Govern de Maragall respondía al convencimiento de que el modelo de autogobierno catalán estaba definitivamente agotado. Y parecía tener la virtud de invitar a un debate que permitiese reformular España sobre bases actualizadas. Pero la respuesta de los poderes de Estado fue un sonoro portazo deliberadamente humillante. Paradójicamente, aquel portazo abrió una nueva etapa en la política catalana. La sentencia del Tribunal Constitucional invalidó todo intento de repensar España para hacer posible el encaje de Catalunya. Pretender reformar España desde Catalunya ya no tenía, ni tiene, ningún sentido. Una vez notificado que el Estado español se desentiende manifiestamente de atender las prioridades básicas del proyecto nacional catalán, la continuidad renovada de Catalunya solo se puede hacer al margen de España. Es decir, apostando por un Estado propio. ¿Pero qué proyecto? ¿Qué Estado?

Desde finales del XIX, el catalanismo político estableció un vínculo íntimo entre la voluntad de recuperación nacional y el concepto de modernidad. Hace un siglo, los noucentistas identificaron este ideal con el concepto de Catalunya-ciudad: una tierra estructurada y una sociedad cohesionada sobre la base de una cultura cívica sólida y compartida. Interpretado desde posiciones más elitistas o más populares, desde la derecha o desde la izquierda, este fue el marco mental que orientó al catalanismo a lo largo del siglo XX. De Prat de la Riba a Pujol o Maragall, pasando por Macià. Pero el noucentisme, como el autonomismo, ya ha caducado. Y el modelo de Estado-nación en el que aún siguen mirándose muchos estados tradicionales tampoco es válido. No se trata de replicar en pequeño las formas de los estados nacionales con pasado imperialista. Ni de emular su nacionalismo de Estado.

En estas mismas páginas, el socioecólogo Ramon Folch se ha referido a la necesidad de un independentismo vintcentista, entendido como nuevo proyecto nacional que conecta con los nuevos paradigmas económicos, políticos y culturales de la primera mitad de este siglo XXI. Este proyecto apenas está esbozado, pero parece claro que el concepto de Catalunya-ciudad debe evolucionar hacia la noción de Catalunya-Estado. Catalunya como ciudad-Estado. Por otra parte, el impulso popular del proceso soberanista ya ha marcado el acento sobre el objetivo programático de equilibrio social y territorial. También sabemos que el proyecto catalán es un proyecto respetuoso con la diversidad lingüística y cultural, internamente inclusivo y vocacionalmente europeo. Y que, en un mundo globalizado y atado por todo tipo de interdependencias, Catalunya debería aspirar a hacer de norte del sur y de sur del norte, reforzando el peso logístico y económico de la Europa meridional y haciendo de punto de encuentro entre las dos orillas del Mediterráneo. No se trata de levantar muros; se trata de hacer más permeables las fronteras, disfrutando de la soberanía nacional que corresponde a cualquier Estado de la UE.

La construcción democrática de un nuevo Estado está llena de incertidumbres, pero también abre un campo de posibilidades inmenso. Es una ilusión compartida que nace del riesgo racionalmente asumido.