A favor
Del bien morir
No esperemos compasión de los médicos, tomemos la iniciativa y defendamos nuestro derecho a morir dignamente
Antonio Sitges-Serra
Vicepresidente de Federalistes d'Esquerres.
ANTONIO SITGES-SERRA
Un día de 1940 o 1941, Albert Camus comienza a escribir El mito de Sísifo y dice: «No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio». El único reproche que pudiera hacérsele es que reflexionó únicamente sobre el suicidio al que se llega desde el absurdo de la existencia, desde la gratuidad de sentirse arrojado en un mundo sin sentido. El suicidio tiene infinitas caras.
Medio siglo antes, una epidemia de suicidios románticos asoló Europa: los Wittgenstein, Weininger, Kleist, Larra, etcétera, fueron víctimas de sus sentimientos desbordados. Su eco rebrotó en los kamikazes japoneses (¡algunos leían a Herder!) y perdura en los yihadistas que se inmolan matando.
Luego están los suicidios por honor o deshonor: el gran estafador descubierto, el traidor tipo Judas que advierte la inmensidad de su error, el soldado o el preso que prefiere darse muerte antes que rendirse o ser torturado, el tunecino que se prendió fuego y encendió el Magreb de la primavera árabe.Los suicidios pasionales son innumerables, y los clásicos, con Shakespeare a la cabeza, los han inmortalizado en la literatura y en el arte para conmovernos hasta el último rincón de nuestras entrañas. Al articulista que esto escribe -educado en la Ilustración y el providencialismo-, los suicidios existenciales, por cuestión de honor o por un amor imposible le parecen conmovedores pero excesivos y, sobre todo, precipitados. Pienso obsesivamente en cómo se precipitó Stefan Zweig al suicidarse creyendo que su mundo sucumbiría al nazismo. Si hubiera esperado un poco más, no habríamos perdido a un escritor inmenso y él habría sido testigo de la derrota (el suicidio, de hecho) del Tercer Reich. Nunca se sabe: incluso el túnel más oscuro puede, súbitamente, mostrar una salida inesperada.
Falta de piedad
Donde mi juicio fracasa y tiembla es ante la muerte que hoy nos puede propinar la medicina dada la falta de piedad de los jerarcas practicantes del automatismo tecnológico o farmacológico. No digo que no les muevan buenas intenciones, lo que es mucho suponer dado el enorme negocio montado, por ejemplo, alrededor del tratamiento del cáncer incurable. Lo cierto es que nos lo ponen muy difícil, y eso no tiene visos de cambiar. Resulta sobrecogedor ver los efectos del ensañamiento terapéutico sobre los cuerpos desahuciados, pero es difícil encontrar profesionales que se conmuevan ante un deterioro neurológico irreversible, la amputación de los cuatro miembros o la debilidad extrema que lleva al encamamiento irreversible. Por este motivo, casos como el de Ramón Sampedro, entre nosotros, o el de Brittany Maynard cobran especial relevancia. No esperemos compasión de los médicos, adelantémonos y defendamos nuestro derecho a morir dignamente.
La joven norteamericana alienta una nueva campaña para que se generalicen las leyes para una muerte digna facilitando el suicidio en condiciones precisas, como reconocen ya algunos estados, como el de Oregón, al que ella misma ha emigrado para acogerse a la forma de morir que considera más adecuada. Legisladores: escuchen los signos de los tiempos y háganles caso.
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