El turno

Dejad que los niños se acerquen a mí

JOAN OLLÉ

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Me llama mi amigo Jordi Lozano, compañero de curso de los salesianos de la calle de Rocafort, y me pregunta, a bocajarro, si alguna vez me puse un cilicio; le respondo que no, que el masoquismo nunca formó parte de mis aficiones. Mi amigo Lozano, a quien probablemente ustedes conocerán más por Petit, su apellido de guerra como activista gay, me cuenta que allá por los últimos 60 desembarcaron en nuestro cole -cuando yo ya había huido de aquel infierno- unos enviados del Opus Dei que organizaron unos «grupos de revisión de vida» a los que Jordi -todo él inocencia- se apuntó. Y en uno de los encuentros confesó al guía su gran pecado: le gustaban los chicos. Se le recetó la aplicación de unas pulseras de púas de alambre ceñidas a los brazos, así como llenarse los zapatos de chapas de refresco vueltas hacia arriba. También me cuenta Jordi que, por la misma época, a su amiga Amparo Monteagudo las monjas de Valencia la invitaron a anudarse en la pierna un cilicio por la salvación de Cuba. Ninguna de las terapias surtió efecto: Jordi sigue viviendo felizmente su homosexualidad y Fidel aún manda en La Habana.

¿A qué viene ahora el interés de mi amigo por rememorar aquellos repugnantes momentos de nuestra primera adolescencia? Pues que el hombre anda muy extrañado de que por doquier no paren de salir del sagrario casos y más casos de pederastia y otros aún más sutiles modos de violencia y aquí nadie haya dicho ni mu. No sé si alguno de nuestros lúgubres preceptores abusó de aquellos angelitos que nosotros éramos, pero sí puedo asegurar que los besitos, babeos y caricias estaban a la orden del día en aquellos confesionarios mejilla contra mejilla: nos perdonaban los pecados pecando.

¿No ha habido denuncias por temor (de Dios), por el cristiano sentimiento de perdón que ellos nos inculcaron o por considerar aquello como uno más de los males de la época? Tal vez sea el momento de la verdad ahora que viene el Papa. También eso es memoria histórica.