La discusión política

Debates de aluvión

Las controversias en las que se simplifica y no hay matices esconden mucho más de lo que muestran

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FRANCISCO LONGO

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Dos debates, el de monarquía o república y el del derecho a decidir, reclaman estos días la atención. Aunque diferentes en contenido y extensión, comparten algunas características. Los dos son metadebates, discusiones genéricas que polarizan la opinión en torno a disyuntivas simples, dotadas de gran eficacia delimitadora (se es partidario de una opción o de la contraria) y de un alto poder de movilización. En ambos casos hay trascendentes cuestiones de fondo que quedan tapadas por el ruido de las primeras, y cuya discusión se elude o se pospone. En el primero de esos debates, lo que queda oculto es cómo mejorar, ya sea con monarquía o con república, la calidad y el funcionamiento de las instituciones democráticas. En el segundo, las razones y consecuencias, a corto y largo plazo, de una hipotética secesión de Catalunya.

Escribía hace poco el historiador Álvarez Junco que si es mucho pedir que el discurso político sea racional, tal vez cabría que fuera algo menos infantil. Sin embargo, en la aparición y extensión de estos debates hay, pese a la notable puerilidad con que se plantean las opciones, un componente, se diría, inequívocamente adulto y racional. En realidad, su éxito en nuestra esfera pública actual se debe a una combinación de funcionalidad política y eficacia mediática.

Para algunas fuerzas políticas, un debate así planteado permite ampliar el universo de los partidarios sin entrar en enojosos detalles que revelarían diferencias de opinión poco conciliables. Cuanto más elemental parezca la cuestión (¿quién se va a oponer a que la gente vote, ya sea sobre la secesión o la forma de Estado?), mejor para sumar adeptos y castigar a aquellos adversarios que cargan con el lastre de la precisión o el matiz. Gran cosa también para los medios: confrontaciones en forma de disyuntiva binaria, de gran potencia simbólica y autoexplicativa, provistas de fuerte carga emocional. Discusiones que permiten crear estereotipos sencillos, diferenciar entre uno y otro bando, llevar el cómputo de las relaciones de poder entre ambos, trasladar a las tertulias y las discusiones en la red la efervescencia de la competición deportiva.

Además de ocultar los aspectos esenciales de lo que hay en juego, un buen debate de aluvión se caracteriza por huir de la concreción como de la peste. Así ocurre en los dos que comentamos. El que versa sobre monarquía o república elude las consideraciones sobre las características que debiera adoptar una u otra forma de Estado, sobre las modalidades presentes en distintos países, el carácter más o menos presidencialista o parlamentario de un posible régimen republicano, las atribuciones y competencias, los procedimientos de elección. El del derecho a decidir rehúye hablar del demos (a quién le corresponde ejercer tal derecho), de su fundamento, configuración y límites, de su relación con el marco constitucional, de los posibles procesos de negociación y acuerdo, de sus efectos, de su posibilidad de ser ejercitado en el futuro.

Y es que, para gozar de la eficacia que les atribuimos, las controversias deben configurarse como discusiones sobre un qué abstracto, intemporal e inasequible a las adherencias impuras de los qués concretos. Y alejarse sobre todo de los cómos que minarían inevitablemente su potencial de suma, contaminando de política -prosaico y fastidioso asunto, este de la política- su periplo por los principios más elevados.

Hay que reconocer a estos debates un efecto beneficioso: consiguen incorporar a la discusión sobre la cosa pública -en estos tiempos de desafección- a muchos ciudadanos descontentos con el statu quo. Su capacidad de movilización no es desdeñable, como tampoco lo es el aldabonazo que representan para una sociedad demasiado acostumbrada a la indiferencia y la pasividad hacia los temas colectivos. Dicho esto, conviene reparar en el coste que trasladan a los procesos de formación de la opinión, al centrar la atención en temas tan genéricos como manipulables por los intereses en juego. Incluyen, sí, a miles de ciudadanos, pero asignándoles un papel de menores de edad y favoreciendo el éxito de discursos demagógicos y populistas. Producen liderazgos de baja calidad, basados en la simplificación de realidades complejas, y, lo que es peor, desvinculan la elección entre las diferentes opciones de sus consecuencias a medio y largo plazo.

En definitiva, los debates de aluvión se caracterizan por esconder mucho más de lo que muestran. Rebajan la deliberación pública a una cacofonía de voces antagónicas de la que es difícil, para la ciudadanía, deducir líneas de avance y progreso. Dice Amartya Sen, con razón, que la democracia es el gobierno por discusión, pero las discusiones de este tipo se parecen más bien a su caricatura.