La cruz del mercado de Sant Antoni

Los vecinos llegaron antes que los bares y los bares antes que los barrios y los barrios antes que las ciudades

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MIQUI OTERO

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Que las ciudades llegaron antes que los estados y los barrios antes que las ciudades y los vecinos antes que los barrios es algo que olvidamos con demasiada frecuencia.

Ese jubilado de bigotito recortado, por ejemplo, cuya chupa de cuero mantiene su elegancia a pesar de los años y las 'farias' y los usos. Regentó un 'meublé' y revendió entradas del Barça. Ganó campeonatos estatales de pimpón con La Salle, pero sobre todo defiende que él es, por estirpe, artista de circo. Sería fácil desconfiar de esto último, de no ser por la magia equilibrista que exhibe en la puerta de esta bodega de la calle Manso tras echarse al coleto una botella de vino. Su familia vive en el país vecino y él alardea de gustos afrancesados, que demuestra con su frase favorita: "Si el timbaler del Bruc en lugar de haber tocado el tambor, se hubiera tocado los cojones, todo nos iría mejor". 

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Lo que quiere decir, entre otras cosas, es que no siempre el éxito es siamés de la felicidad. Y es algo que ahora se podría aplicar a su barrio, castigado por lo que traerá el estreno del Mercat donde compra bacalao para su esposa enferma.

El Mercat de Sant Antoni es una cruz y Sant Antoni es una flecha, casi un triángulo musical de esos que son la guinda en una orquesta: Gran Via, Paral.lel, las Rondas. Vibran los lados y estalla dentro el ritmo: los pasos de baile del Paral.lel y las anécdotas que ruedan montaña abajo por Poble Sec para que en la frontera del Eixample un hijo de gallegos, que llegaron aquí cuando espolvoreaban la tortilla francesa con azúcar o sal en días alternos para que variara la dieta, se las quiera creer.

RUMBEROS Y VEDETES

Por aquí circulaba aquella historia de La Maña que explicaba la pescadera que regalaba buñuelos: la estrella del Paral.lel tomaba rayos uva cerrando la cápsula del solárium (jamás se ponía morena). Esa otra del gitano de la calle de la Cera que no era gitano, sino payo: escuchó una vez a una estrella de la rumba y decidió ser como él, así que se bronceó con espray y engrasó su pelo con brillantina y se colgó oro del cuello y montó un combo rumbero. Estaba Peret en la tragaperras de Els 3 Tombs: decía Ofelia que se había arruinado con la Iglesia Evangélica pero arruinadas estaban sus manos eccemosas de tanto estropajo. Estaba también mi primo, tal capacidad fabuladora que prefería decir que no era novelista sino chófer de supervedete, apurando mejillones en el bar del Mercat y disparándome anécdotas de rockers de la calle Aldana y citas de clásicos de biblioteca o comprados en el rastro dominical, donde los libros que más valen cuestan menos.

Lo difícil no es curar la enfermedad, sino detectar los síntomas. Cuando a los diez años vi en la televisión a las Mamá Chicho, no sospechaba que esas chicas en bikini de otro planeta estaban arruinando el negocio en el Molino, a cinco minutos de casa.

En aquellas épocas los gitanos del barrio se reunían en el ahora Bar Calders (entonces Bar Paloma) y en la librería La Calders se hacían botones y no se hacían cervezas (ni se vendían buenos libros) y el amo extremeño de la fábrica invitaba a vino negro en el Bar Olimpo, donde dicen que entraba también el Hombre del Pelo Verde (un tinte regalado por su faena como pulidor donde ahora está el Tarannà).

El Olimpo importaba la ternera en furgonetas desde Galicia. Dos cuñados: uno merengue y el otro culé, uno socialista y el otro popular, timbas de taxista y carritos de la familia al lado de la barra. Un viernes fui a comerme una michana y encontré un local especializado en patatas, anunciado por un cartel en el que se leía la leyenda: "Quality Friendly Potatos". Lo difícil no es curar la enfermedad, sino detectar los síntomas.

"COMPRAMOS SU PISO"

Este era el barrio que combinaba el orden de los pisos de puertas esmeriladas y discos de Luis Cobos (porque aquí se escucha música clásica) con los palmeros que aún rondan las terrazas ventilando sus guitarras, pero ahora un pisito de alquiler puede alcanzar los 900 euros y hay papelitos de "compramos su piso" en buzones que antes regurgitaban cartas de la aldea. Hay quioscos de croquetas y tiendas de rosquillas y colmados de semillas y co-workings escandinavos y cafeterías con jardines verticales y bares sin vecinos que digan "Si el timbaler del Bruc se hubiera tocado los cojones", sino, probablemente: “Yo soy más de Jägermeister  y de Autocad”. Aquí, ahora, no habría nacido alguien como yo.

Debería haberlo imaginado cuando hace una década leí por primera vez en un Raval ya gentrificado esas pancartas en los balcones de hierro forjado, donde se recostaban vecinos de rentas antiguas que padecían mobbing inmobiliario: “Esto es un barrio, no es un escenario”. Y cuando en su día leí Quality Friendly Potatos debí haber pensado en aquella canción de Astrud que siempre cito: “Nuestro bar cerró y ahora han puesto un Starbucks y nos da tanta rabia que parece nostalgia”.  Los vecinos llegaron antes que los bares y los bares antes que los barrios y los barrios antes que las ciudades y no es nostalgia del pasado, sino preocupación por el futuro. Y rabia.