DOS MIRADAS
La cortina del infierno
La anciana que vivía a través de los vidrios de la ventana sabía que allí pasaba algo. Su corazón, más que sus ojos, se lo decía cada día. Un repaso superficial al edificio de enfrente no delataba nada extraño. Una construcción anodina. Sin balcones ni flores en las ventanas, un coro de persianas subía y bajaba al ritmo de las horas. Pero la anciana sabía leer las ventanas y sentía que, cuando las cortinas se corrían, aquel piso devenía la antesala del infierno.
En los tres años que llevaba habitado, apenas había vislumbrado los rostros de la pareja que lo ocupaba. Nunca se detenían tras los cristales. Ella siempre abría las cortinas. Él siempre las cerraba. Los gestos de ambos eran rápidos. Cansada, ella. Crispado, él.
El ritual se repetía cada mañana. Ella descorría las cortinas a las 8.20. Un minuto más tarde, él salía del inmueble. Pero aquel día, la joven se entretuvo en su gesto y la vio. Durante unos minutos, sus miradas se entrelazaron. Se observaron sin que ninguna seña mediara entre ellas. Sin parpadear. Ni la joven pidió ayuda, ni ella se la ofreció. Ambas prisioneras. Ambas gastadas. Dos insectos aprisionados entre cristales.
Una noche, el cuerpo de la joven salió del portal embutido en una bolsa. La mirada sellada para siempre. Desde los ventanales, los vecinos observaban con horror. La anciana se alejó de la vidriera. Malditas todas las cortinas.
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