La rueda

Conservadores, moderados y progresistas

ENRIC MARÍN

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La realidad es más paradójica de lo que el debate político suele reconocer. Y este hecho se acentúa más en épocas de excepcionalidad política como la que hoy vive Catalunya. El movimiento soberanista ha tomado la forma de una revuelta democrática que aspira a cambiar de forma radical la relación con España. Pero no solo eso. También busca una nueva manera de entender la política, la economía o la cultura sobre parámetros más democráticos. Estas dos caras complementarias son las que dan al soberanismo la dimensión de proyecto capaz de generar ilusión colectiva. Hoy es un hecho único en Europa. En los últimos años, se ha producido un desplazamiento social y territorial del poder. Social, porque se trata de un movimiento que marca la agenda política catalana al margen o en contra de las élites. Y territorial, porque ha roto el centralismo político barcelonés. El impulso social del movimiento es nítidamente popular. El actor principal es la nueva menestralía: del emprendedor autónomo al pequeño o mediano empresario y del trabajador industrial al trabajador público de sanidad o educación. Ante este reto, una parte de las élites económicas catalanas se ha puesto a la defensiva. Se trata de una reacción conservadora en el sentido más genuino del concepto. Expresa la incomodidad que siempre genera en las élites el protagonismo político de las masas. Y han empezado a proliferar las llamadas retóricas a la moderación y el diálogo. Como si el movimiento soberanista no fuera moderado y cívico en las formas. O como si no fuera la respuesta a la falta de diálogo por parte del Estado. Nada de esto es demasiado sorprendente. Lo que ya cuesta entender es que partidos que se llaman progresistas estén más cómodos haciendo el juego a las élites que participando activamente en la revuelta democrática.