ANÁLISIS
Como si fuera un desastre natural
Las masacres no abren ningún debate real en la sociedad de EEUU; se encajan como grandes tragedias sin causa
Joan Cañete Bayle
Subdirector de EL PERIÓDICO.
Periodista y escritor. Transición digital y audiencias. Entre otros trabajos, ha sido corresponsal en Jerusalén y Washington DC. Autor de las novelas 'Expediente Bagdad' (junto a Eugenio García Gascón) y 'Parte de la Felicidad que Traes', y del ensayo sobre el conflicto palestino-israelí 'Muros, bosques, tumbas: Un periodista en Jerusalén'
JOAN CAÑETE BAYLE
El periodismo está repleto de clichés, de lugares comunes, mezcla de ideas preconcebidas, corrientes de pensamiento del establishment y pereza: desde el proceso de paz eternamente amenazado de Oriente Próximo hasta las cumbres decisivas para la construcción europea, pasando por un puñado de jornadas históricas a la semana, Uno de los grandes clichés se da después de una masacre a tiros en Estados Unidos, como la de Florida, es la que una tragedia de tal calibre «reabre el debate sobre las armas». No es cierto, porque en realidad no existe un debate real. Sí, hay imágenes durísimas, y declaraciones exaltadas, normalmente de víctimas o familiares de víctimas («No quiero sus condolencias (...). Han disparado a mis amigos y profesores. Muchos de mis compañeros de clase están muerttos. Haga algo en lugar de enviar oraciones. Rezar no arreglará esto. Pero el control de armas evitará que vuelva a suceder», interpeló una estudiante por Twitter a Donald Trump). Pero esto no significa que se abra un debate real, porque lo que más abunda son los políticos de todo tipo y condición (republicanos, por supuesto, pero también demócratas, el asunto de las armas es políticamente transversal) que lloran, rezan, ofrecen condolencias... y dicen que no es este el momento de abrir un debate sobre la Segunda enmienda, ese texto que permite portar armas pensado para la sociedad del siglo XVIII y que mata a niños en la del siglo XXI.
Acudir al lugar de una tragedia como la de ayer en Florida es una inmersión en la complicada psique estadounidense. Pude comprobarlo cuando cubrí la masacre de Virginia Tech, en el 2007. Seung-Hui Cho, un estudiante de literatura inglesa, mató a tiros a 32 personas en el campus universitario. La reacción de tristeza, dolor, shock es sobrecogedora: las vigilias, las muestras de amor por los amigos y familiares fallecidos, el recuerdo.
Pero al mismo tiempo no hay debate sobre las armas, como mucho el inverso del que desde Europa queremos decir cuando en las entradillas de las informaciones se da paso a los corresponsales diciendo que se ha «reabierto el debate»: si las víctimas hubieran llevado armas, se hubieran podido defender y así hubiese habido menos muertos. Lo mismo está sucediendo en Florida. Las masacres son tratadas, son consideradas, de hecho, como si fueran catástrofes naturales. Inevitables más allá de cómo se gestionan una vez han empezado.
Ese es el marco mental, el sentido común social, en el cual se mueve el no-debate de las armas. El resto, clichés, oraciones y lágrimas. Donald Trump reza, Barack Obama lloraba, y la gente muere.
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