La encrucijada política
¿Choque de trenes?
La salida del conflicto democrático entre el soberanismo catalán y el Estado solo puede ser negociada
Enric Marín
Periodista y profesor de la UAB
ENRIC MARÍN
Resuelto el sudoku del pacto para la investidura del president de la Generalitat, la hoja de ruta independentista entra en fase de aplicación. Ante este hecho, algunos políticos y analistas han vuelto a referirse a la metáfora del choque de trenes para describir un previsible choque de legitimidades entre la Generalitat y el Estado. Se trata, sin embargo, de una imagen anacrónica. En primer lugar, porque el choque de trenes ya se produjo en el 2010 con la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el nuevo Estatut. Fue un choque provocado por los maquinistas de los poderes del Estado. No fue visualmente cruento, pero las consecuencias fueron irreversibles. Lo que estamos viviendo desde entonces es una bifurcación de vías emocional y política. Y en segundo lugar, porque no es imaginable un nuevo choque de trenes. Aunque los poderes del Estado se lo lleguen a plantear, no gozan de autonomía ni de margen de maniobra suficiente.
Aunque no formalmente, en la práctica el Reino de España está intervenido. Y condicionado por una deuda colosal que le hace depender de la vigilancia de los mercados financieros. Lo que pone en evidencia el fetiche de la soberanía nacional española no es el independentismo catalán, precisamente. El Gobierno español no puede permitirse ninguna ocurrencia que pueda desestabilizar la zona euro o que pueda comprometer la viabilidad del retorno de la deuda. No solo por eso, pero también por eso, la salida del conflicto democrático entre el soberanismo catalán y el Estado solo puede ser negociada. Aunque los representantes del Estado acaben yendo a la mesa arrastrando los pies y con cara de pocos amigos.
Pero, por ahora, la política española no envía señales claras de reacción. Oscila entre abstraerse en su laberinto y la estupefacción ante el último giro argumental de la política catalana. La receta de las élites locales y globales sería la de una gran coalición del bloque dinástico que garantizase estabilidad institucional y diálogo con la Generalitat. Pero ninguna de las dos cosas parece posible a corto plazo. Paradójicamente, la gran oportunidad para el diálogo se ha dado con la mayoría absoluta del partido alfa del nacionalismo español. Pero Rajoy ha aplicado la receta FAES. Y, después del 20-D, el PP es demasiado pequeño para dirigir en solitario la política española y demasiado grande para permitir flexibilidad a las otras fuerzas políticas que lo puedan llegar a plantear. El contacto con el PP ya hace años que es políticamente tóxico en Catalunya. El propio Mas no ha tenido que dar un paso al lado por su reciente posicionamiento independentista. Más bien, ahora paga la factura de los pactos del bienio 2011-12 con el PP. Aunque muchos de los recortes de aquellos años pudieran ser inevitables, lo que acabó de hacerlos odiosos fue la cobertura ideológica del pacto con el PP. Y tras las políticas de los últimos cuatro años, el contacto con el PP también es políticamente tóxico en España. En el momento en que el PSOE o C's acepten el abrazo del oso del PP habrán firmado su defunción como partidos con voluntad de hegemonía ideológica. Un auténtico suicidio político. El margen del PSOE es estrecho. La confluencia de intereses contradictorios expresados por los diferentes barones territoriales le incapacitan para llegar hasta el final en el intento de articular una alternativa de poder al PP y liderar una reforma constitucional que reconozca de forma efectiva la realidad plurinacional del Estado. Ante este panorama, no se puede descartar una gran coalición liderada por Soraya Sáenz de Santamaría y Susana Díaz, previa jubilación de Rajoy y Sánchez. Mientras, Podemos se desmarca inteligentemente del bloque dinástico, a la espera de que las condiciones maduren para relevar al PSOE.
Tanto si hay gran coalición como si se repiten elecciones, no es imaginable un cambio profundo en la estrategia del Estado a corto plazo. La inercia de los últimos 10 o 15 años es demasiado fuerte. Es la imagen de un transatlántico que necesita hacer la maniobra de girar bruscamente. Imposible. Todo lleva a pensar que se mantendrá la estrategia de amenazas y legalismo restrictivo, eventualmente matizado con algún gesto dialogante. La primera prueba la tendremos en la ya inaplazable modificación del sistema de financiación autonómica. Será toda una señal. Pero los intereses territoriales cruzados y la dinámica centralista no invitan a pensar que la nueva propuesta vaya más allá de un parche temporalmente lenitivo.
La posición del nacionalismo español no es tan fuerte como podría hacer pensar la retórica del Gobierno central. También es cierto que el independentismo necesita ampliar su base social. Pero acabe como acabe el conflicto democrático entre los poderes del Estado y el soberanismo catalán, no habrá choque de trenes. Más temprano que tarde, el desenlace dependerá de un referéndum pactado o, más probablemente, tolerado.
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