ANÁLISIS

¿Hacia la final más salvaje?

Piqué, felicitado por sus compañeros tras anotar su gol ante el Roma.

Piqué, felicitado por sus compañeros tras anotar su gol ante el Roma. / periodico

Albert Guasch

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La salvaje ensoñación de una final de Champions entre Barça y Madrid cobra fuerza. Despegó poco después de la fabulosa chilena de Cristiano Ronaldo, como si esa acción virtuosa le diera derecho a reclamar un puesto en la galaxia extraterrenal de un solo habitante que ocupa Leo Messi. La final sería el lugar adecuado para cursar esa reclamación ante el tribunal mundial, se supone.  Cogió ya altura de vuelo la fantasía de Kiev tras el expeditivo resultado de anoche en el Camp Nou. 

Madrid y Barça han completado el trabajo de cuartos con un solo tiro. Prácticamente les sobra la segunda vuelta a ambos. Como el Bayern y el Liverpool. Y por lo visto y leído a lo largo del día de ayer, la desasosegante posibilidad de la final inédita se plantea en algunos foros de Madrid como el duelo absoluto y definitivo para dilucidar de una vez quién es el mejor, si el portugués o el argentino, debate ficticio y cansino donde los haya. 

Resueltos casi los cuatro cuartos, una final entre Madrid y Barça cobra fuerza. ¿Estamos preparados?

Sería la final todo un acontecimiento global y glorioso, ciertamente. Generaría alegrías inolvidables y traumas duraderos. Se escribirían tesis para másters, tan o más legales y reales como el de Cifuentes, pero el orden de la jerarquía individual es inmutable, pase lo que pase en la magnífica carrera de ambos futbolistas de aquí hasta su triste hora del crepúsculo.

Escasa estética

Estuvo monumental Cristiano en Turín; carraspeó y tosió Messi ante el Roma. No ofreció ningún recital. Bien. Puede pasar. Quizá necesita recordarnos de vez en cuando que es de carne y huesos. No le necesitó el equipo azulgrana como tantas otras veces, que se ganó la satisfacción del resultado con más goles que juego. O con goles de la estética rasante de su juego. 

Los jugadores de Valverde progresan en la Champions, pues, sin chilenas ni acciones de vértigo, con el mazo más que con el florín, sin apelar a la emoción del preciosismo de otros momentos. La infortunada Roma se marchó de Barcelona con similar sensación de amargura que el Chelsea en la vuelta de los octavos de final. Los italianos y los ingleses no se merecieron caer goleados. Puede que ni derrotados.

Pero Valverde ha dotado a su equipo de eso que siempre se ha llamado oficio. Y se ufana de beneficiarse de los regalos rivales, desprendido en este sentido el equipo romano. De Rossi, por ejemplo, metió un auténtico golazo en propia puerta, el séptimo de su carrera. Dato que no carece de mérito. Y Umtiti celebró otro gol en la portería equivocada de Manolas como si fuera propio, besándose sobreactuado el escudo, proclamando el amor que el aficionado desea percibir en sus jugadores. Quizá buscó hacerse perdonar declaraciones lo suficientemente equívocas como para levantar sospechas.

Al partido de vuelta, al igual que en las otras tres eliminatorias, se llegará con escaso misterio. Será como un impasse para entretener la idea del duelo inédito y brutal. Puede que esta sea la ocasión para ver lo nunca visto. ¿Estamos preparados?