Los sutiles mecanismos del rechazo
La censura cotidiana
Quienes os erigís en defensores de la libertad de expresión no os rasguéis las vestiduras si no habéis hecho nada por defenderla más que quejaros
Najat El Hachmi
Escritora
NAJAT EL HACHMI
Quería hablar de censura y la realidad se me ha vertido encima. Quería pensar en los mecanismos sutiles con los que nos estamos construyendo pequeñas fortificaciones que se convierten en guetos, a veces individuales, otros formados por otros pero siempre asfixiantes, empobrecedores. La pequeña censura cotidiana no la encarna un estamento religioso ni político concreto, no el poder. O sí, y no nos damos cuenta, pero la angustiosa sensación de ir encogiéndonos sobre nosotros mismos es cada vez más persistente.
Me contaba una chica que había tenido que cambiar su perfil en Twitter, renunciar a estar allí con su propio nombre, después de que hubiera expresado su disconformidad con una corriente ahora en boga, la del feminismo islámico y su rechazo al pañuelo. La persiguieron y acosaron sin tregua porque había manifestado una opinión. No había propuesto ninguna persecución a las mujeres con pañuelo, ni justificado la discriminación que sufren las que lo llevan, ni defendido ningún tipo de medida contra ellas. El simple hecho de decir lo que pensaba le había valido un escarnio sistemático hasta el punto de tener que renunciar a una parte de su identidad digital.
Basta con difundir una noticia falsa sobre alguien que piensa como no lo hace el poder para desactivarlo, para expulsarlo del debate público
Persecución en las redes
Al salir ella de la discusión, las que la increpaban no sabemos si siguen buscando chivos expiatorios contra quien dirigir su malestar o si han optado por aplaudirse mutuamente unas a otras. La gran paradoja es que estas mismas acosadoras, estoy segura teniendo en cuenta el nivel de racismo que hay en las redes, han sufrido en sus propias carnes la persecución de sus ideas. Poco a poco y sin que seamos conscientes vamos construyendo nuevas jaulas en las que nos sentimos bien cómodos entre nosotros, con la complicidad de estar entre los que piensan igual. ¿Pero pensamos realmente igual? ¿El hecho de sentirnos parte de un grupo determinado significa necesariamente que compartimos el pensamiento de este grupo en todas sus vertientes? ¿Y cuál es el pensamiento del grupo cuando somos individuos concretos los que lo formamos? ¿Cómo se articulan las ideas en colectivo? ¿Mis ideas son realmente mías o me vienen dadas por alguien?
Recuerdo los tiempos en que se pronosticaba que internet sería la panacea de la libertad. Después lo iban a ser las redes sociales, que nos permiten establecer contactos con personas que están en la otra punta del mundo. Y en cambio nos hemos vuelto más locales, más tribales, más intransigentes con las diferencias que nunca. Nos vendieron la moto: la conectividad nos pondría el mundo entero al alcance. Y olvidamos un hecho fundamental: el poder siempre, siempre encuentra los mecanismos necesarios para rearmarse y perpetuarse.
Qué ingenuidad pensar que en este caso, con las nuevas tecnologías, la cosa sería distinta. Basta con difundir una noticia falsa sobre alguien que piensa como no lo hace el poder para desactivarlo, para expulsarlo del debate público. ¿No es esta una forma terriblemente sutil de censura? He puesto el ejemplo de la chica que opinaba sobre pañuelos y religión, pero en otros ámbitos nos ha pasado exactamente lo mismo. Alguien debería hacer un recuento de todos los que han sido barridos hacia tierras de nadie durante estos años de procés, hacer una lista de todas las voces discordantes que han ido desapareciendo de la esfera visible, cuántos defenestrados por hacer preguntas, simplemente, por pedir a los que nos han capitaneado que nos hablaran con claridad. Son muchos, pero los hemos olvidado, a menudo porque en la dinámica paranoica de "conmigo o contra mí" quienes se empeñan en matizar son sistemáticamente relegados a los márgenes.
La ley del silencio
Pero más allá de la expulsión de los disidentes, la censura puede consistir en dejar en un segundo plano todo aquello que no encaje dentro del tema que se quiere principal. Por ejemplo, no hablar de pobreza en los medios públicos no es solo no hacer nada para solucionarla sino imponer una ley del silencio que no hará más que cronificarla. Relegar la cultura a horas intempestivas de la programación o dejarle cada vez menos espacio (lo que no ocurre nunca con el fútbol aunque debe ser tan costoso hablar de deportes como de libros) es una forma de censurar la propia cultura.
De modo que quienes os erigís en defensores de la libertad de expresión, los que en su momento dijisteis "yo también soy Charlie", no os rasguéis las vestiduras si ante las microcensuras, las censuras sutiles y cotidianas que vivimos desde hace años, no habéis hecho absolutamente nada. No os quejéis de la prohibición de una obra de arte en Arcoprohibición si vosotros mismos dejasteis de seguir a alguien que un día dijo algo que no compartís y le pusisteis la cruz de por vida. La macrocensura de ahora, de jueces, curas, imanes y políticos es la revivificación de unos tiempos oscuros que creíamos enterrados, pero no vale quejarse cuando hemos desterrado sin miramientos la expresión, artística o no, de aquellos que consideramos adversarios, si es que aún los llamáis adversarios y no enemigos.
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