Los jueves, economía

El cascabel del gato

Lamentablemente, es probable que la propuesta del filósofo José Antonio Marina para reformar el sistema educativo español acabe en nada

JOSEP OLIVER ALONSO

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Estos días nos está inundando la inevitable sobredosis de política. Por ello, en medio de ese ruido no sorprende que haya quedado ahogada la propuesta del filósofo José Antonio Marina sugiriendo una elevación del número de años de formación de los docentes no universitarios, vinculando su remuneración a su rendimiento y definiendo procesos más severos de selección, todo ello para convertir la función docente en una profesión de alto nivel. Sorprende la aparición, justo en estas fechas, de ese libro blanco encargado por el Ministerio de Educación, un ministerio que hace poco aprobó la controvertida ley Wert de reforma educativa.

Pero a nadie amarga un dulce. Y no se aparta mucho de las decisiones adoptadas hace un par de años por la Generalitat de Catalunya. Ambas medidas apuntan a una de las raíces del problema del fracaso escolar, y de los muy malos resultados en capacitaciones básicas (lectura, escritura y cálculo) que nuestros estudiantes obtienen en la famosa clasificación PISA de la OCDE. Es decir, que parte de esas dificultades reflejan una formación insuficiente del profesorado y un sistema de incentivos que no favorece su excelencia.

Además, estas elecciones nos han traído otros regalos. En el debate Rajoy-Sánchez, el presidente del Gobierno anunció su intención, ahora justamente, de crear 100.000 plazas de formación profesional dual, es decir, aquella que permite combinar los estudios con prácticas en las empresas. Bienvenido sea el anuncio. Aunque de nuevo las posibilidades de que este país se tome en serio esta formación son más bien inexistentes: ¡llevamos hablando de la necesidad de su potenciación desde los años 90!

Puestos a pedir a nuestros posibles representantes, el punto de partida debería ser constatar la inadecuación del sistema de formación a las necesidades productivas del país. Que se refleja tanto en el exceso de activos con bajos niveles educativos como en el elevado volumen de graduados universitarios en relación a la oferta de trabajo. Un reciente estudio de la Fundació Jaume Bofill, elaborado a partir de una encuesta internacional de la OCDE sobre competencias de los adultos, ha confirmado un diagnóstico que el profesor Josep Lluís Raymond y yo mismo habíamos efectuado a principios de la pasada década: que cerca del 30% de los trabajadores españoles de edades inferiores a 40 años desarrollan trabajos para los que su capacitación educativa es excesiva, expresión del elevado número de aquellos con estudios superiores (un 40% de la población de 25 a 35 años). Si a ello se añade que, en esa franja de edad, el 40% tienen estudios primarios y solo un 20% estudios medios o de formación profesional, creo que compartirán conmigo que algo funciona rematadamente mal en nuestra oferta educativa. Tenemos, proporcionalmente, muchos más graduados universitarios y bajos niveles educativos de los que tienen los países centroeuropeos y, en cambio, una proporción muy inferior de aquellos con formación profesional o estudios medios. Ya me dirán si nuestro tejido productivo es más sofisticado que el alemán.

Pero en lo tocante a esta crítica reforma, nadie osa ponerle el cascabel al gato. En el ámbito de los estudios primarios, el bajo nivel competencial y el fracaso escolar exigen propuestas radicales, en parte como las que plantea Marina, que encuentran resistencia numantina en los intereses corporativos existentes. En lo tocante a la descompensación entre estudios medios y superiores, los excesos de graduados reflejan las consecuencias de una verdadera política de igualdad de oportunidades, que permitiera a los más dotados y más dedicados alcanzar el máximo nivel educativo. Faltos de la misma, el sucedáneo ha sido masificar los estudios universitarios, reducir su nivel educativo y permitir un acceso sin trabas a la universidad. Las consecuencias son conocidas. Y la reforma de los grados, pasando de cuatro años a tres, y ampliando los másteres a dos, no es más que la respuesta a aquella masificación.

A pesar de la elevación del nivel de vida de estos últimos 50 años, nuestros hijos y nietos afrontan una sociedad mucho más compleja y competitiva, en la que las mejoras de bienestar son, y serán, más difíciles. La presión de la globalización y del cambio técnico sobre el nivel medio de salarios obliga a aumentar la productividad y la calidad de lo que producimos, único camino posible en el largo plazo para mantener y, en lo posible, aumentar los niveles de bienestar conseguidos. Para ello, es imprescindible una profunda reforma de nuestro sistema educativo, de abajo arriba o de arriba abajo, como quieran. Pero lo dicho, ¿quién le pone el cascabel al gato? Lamentablemente, lo más probable es que estas reflexiones educativas acaben como han nacido, como chispas de la campaña. Electoral, se entiende. Es decir, acaben en nada.