DOS MIRADAS

Edificio etéreo

Me alegro por El Celler de Can Roca, por la pertinaz conjunción de voluntades y esfuerzos que les ha empujado a lo más alto

Los hermanos Roca, antes de la ceremonia

Los hermanos Roca, antes de la ceremonia / periodico

Josep Maria Fonalleras

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Hace poco, Jordi Roca me recordó el día en que los hermanos del Celler sirvieron la comida oficial de la cumbre franco-española en Sant Pere de Galligants. Se cumplen 10 años, de aquel almuerzo. Yo estaba allí. No dentro, sino en un rincón de los jardines que rodean la iglesia, donde los Roca atendieron a los periodistas y fotógrafos que espiábamos el encuentro de los dirigentes. El día antes había muerto la abuela Angeleta, un puntal de la casa cuando el famoso restaurante no era sino la fonda de los padres. "Ese día -me decía Jordi- queríamos pasar el duelo juntos, evocar con espíritu familiar una persona carismática y entrañable. No pudimos". No pudieron porque, "con los ojos llorosos", se dedicaron a su trabajo, al compromiso que habían asumido. Yo estaba allí y pude comprobar tanto el rigor como la entereza a la hora de afrontar unos momentos tan complicados.

Por cosas como esta me alegro del segundo lugar en The World's 50 Best Restaurants, y no porque vuelvan al segundo o suban al primero o queden cuartos, sino por la pertinaz conjunción de voluntades y esfuerzos -como el de aquel ágape- que les ha empujado a lo más alto durante tanto tiempo. Me alegro y me siento solidario. No hablamos de comida o de premios sino de cultura, de pervivencia, de fidelidad a unos orígenes, clave de bóveda del edificio etéreo que han construido y que está hecho con baldosas de memoria y cemento de perfume, armado de nuevos gustos y sabores antiguos.