La encrucijada catalana
La campaña más sucia
En la carrera a las urnas del 21-D nos espera la difamación y la ridiculización del independentismo
Enric Marín
Periodista y profesor de la UAB
ENRIC MARÍN
En 1997, Fareed Zakaria publicó The Rise of Illiberal Democracy (El ascenso de la democracia ‘iliberal’). La idea central del artículo era que la progresiva generalización de la democracia representativa no ha ido pareja a la consolidación de los principios del liberalismo constitucional tal y como se fueron definiendo de John Locke a Isaiah Berlin, pasando por Montesquieu e Immanuel Kant. El liberalismo constitucional es la base de la democracia liberal e, inicialmente, se identificó con la defensa del derecho a la vida, la propiedad y la libertad de religión y de habla. Y con el objetivo de garantizar estos derechos, enfatizó la separación y el control de los diferentes poderes, la igualdad ante la ley, los tribunales imparciales y la separación de Iglesia y Estado.
En casi todas sus variantes, el liberalismo constitucional argumenta que los seres humanos tienen ciertos derechos naturales (o «inalienables») que los gobiernos deben respetar. Este planteamiento está en la base de la definición de los derechos humanos, incluidos los derechos de las minorías y el respeto de la diversidad lingüística y cultural. Las democracias avanzadas conjugan la confluencia de la representatividad popular y el blindaje de los derechos fundamentales individuales y colectivos.
Una represión coral y coordinada
Veinte años después de la publicación del artículo de Zakaria, el régimen español del 78 es un claro caso de democracia iliberal. No es que no sea una democracia representativa más o menos homologable. Evidentemente lo es. Pero la precariedad en aspectos básicos de calidad democrática como la separación de poderes y el respeto a las minorías culturales y nacionales erosiona de forma muy severa los fundamentos de su liberalismo constitucional. Hecho agravado por la obscena promiscuidad entre el poder financiero, el poder político y el poder mediático. La deriva autoritaria de los últimos años se ha hecho visible en el deterioro de estos indicadores de calidad democrática.
Deterioro que se ha evidenciado de la manera más descarnada en la respuesta de los poderes del Estado a las propuestas del soberanismo catalán. En ausencia de oferta digna de consideración, la única respuesta ha sido la descalificación del adversario y la represión. Una represión coral y coordinada en la que se han alineado disciplinadamente el poder ejecutivo, el poder judicial, el poder mediático, los poderes económicos y el poder legislativo. La culminación de este despropósito represivo ha sido el exilio y el encarcelamiento del Govern y de los líderes de Òmnium y la ANC.
Supervivencia de una cultura nacional
El conflicto entre el Estado español y el soberanismo catalán no es un conflicto identitario. Es, fundamentalmente, un conflicto democrático. Lo que está en juego es la posibilidad de garantizar la supervivencia de una cultura nacional. Cierto. Pero también la vitalidad del sistema democrático en un doble sentido: como espacio de garantías y libertades y como espacio de bienestar social proyectado al futuro. Por eso mismo, la convocatoria electoral que Mariano Rajoy se ha visto forzado a convocar sin dilación es un cara o cruz. Rajoy ha convocado un plebiscito. Un plebiscito que el bloque dinástico no se puede permitir perder. De manera que, después de la violencia policial y la coerción judicial excepcional, entramos en una fase de intensa violencia simbólica.
El discurso del miedo puede provocar un sorprendente efecto bumerán
La campaña, que ya ha comenzado, será excepcionalmente dura. Muy sucia. Sin capacidad de seducción, las formaciones políticas que han dado cobertura política a la represión solo tienen una posibilidad: fomentar el miedo y la intimidación. Lo que nos espera es el discurso de la difamación y la ridiculización del independentismo. Eso y demagogia catastrofista. Catastrofismo económico, catastrofismo político y catastrofismo social. El marco mental e interpretativo propuesto por los portavoces del establishment es muy claro: la reivindicación de autodeterminación nacional es la causa del hundimiento del país y de las conquistas sociales de los últimos 40 años. Y los únicos responsables son unos políticos separatistas, iluminados, irresponsables y criminales.
Este esquema presenta dos problemas. En primer lugar, propone un marco mental muy convincente en España, pero francamente ofensivo en Catalunya. Y en segundo lugar, puede provocar un sorprendente efecto bumerán. Los consejeros áulicos del Gobierno español deberían haber analizado qué pasó en las lejanas elecciones de febrero de 1936 que el Front d’Esquerres ganó de forma rotunda e inapelable.
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