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Camarero, música por favor

No hay que convertir el respeto al sueño en paradigma de la ciudad perfecta, pero Barcelona no puede ser injusta para con tantos de sus contribuyentes

JORDI MERCADER

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Una ciudad sin polémicas es una capital de provincia, y Barcelona no puede ser solo eso. Pero una ciudad es un escenario complejo de convivencia en el que los derechos y los deberes viven en pisos contiguos, separados por paredes de papel. Tal vez por ello los músicos tengan tantas dificultades para encontrar su sitio fuera de los auditorios, los teatros musicales, las salas de música, los palacios de deportes, las plazas de toros, los estadios de fútbol, además de los vagones y los pasillos del metro.

La autorización de la música en directo en todos los bares y restaurantes es cosa cosmopolita, culta y simpática. Solo los vecinos del entorno más próximo van a levantar algo la voz, y no porque no aprecien la buena música sino porque desconfían de la educación de algunos alegres clientes que ignoran el sentido de la coexistencia de hábitos y prioridades. Esto se soluciona con tiempo y multas. Lo que difícilmente va a arreglar la proliferación de bares musicales son las dificultades de los músicos jóvenes para abrirse paso en la profesión. Para ser así, estos locales deberían ser negocio. Parece que no lo son, quizá por su condición de clandestinos.

Una vez legalizados, la música tendrá más escenarios, y esto es positivo; pero una mayor oferta, asociada a un nuevo gasto de los locales para cumplir con las exigencias técnicas, tampoco es garantía de rentabilidad. Aunque para paliar este matiz siempre estarán las benditas subvenciones. Contando con ellas, la música en vivo en los establecimientos de restauración ¿ayudará a salvar a los músicos o a los bares? Seguramente, un poco a todos. Entonces, el gran peligro es la concentración, la creación de barrios especializados: la Barceloneta y el Gòtic, con sus turistas y apartamentos; Gràcia y el Eixample, con sus locales musicales. No sería lógico convertir el respeto al sueño de los vecinos en el paradigma de la ciudad perfecta, pero tampoco Barcelona puede ser una ciudad injusta para con tantos de sus contribuyentes.