Los polémicos planes de Interior

¿La calle es suya?

La futura ley de seguridad prevé multar comportamientos del ámbito de los derechos fundamentales

RAMON J. MOLES

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Veintiún años después de la ley Corcuera, que el Tribunal Constitucional tumbó, el Gobierno se propone aprobar una ley de seguridad ciudadana. Pretende, entre otras cosas, multar por ley comportamientos como las concentraciones no comunicadas ante instituciones del Estado, la grabación y la difusión de imágenes de agentes de las fuerzas de seguridad en el ejercicio de sus funciones, insultar a un policía, ejercer o demandar la prostitución en lugares públicos, alterar el orden público encapuchado, realizar escraches, la perturbación grave del orden en actos públicos, deslumbrar con rayos láser a conductores de tren o pilotos, el botellón cuando no esté autorizado o las acciones que obstaculicen la vía pública. Se trata de sancionar por la vía administrativa en paralelo a la reforma del Código Penal. En fin, un extenso catálogo de conductas de muy distinta relevancia, todas en el mismo saco.

ALGUNOS DE ESTOS comportamientos están en el ámbito de los llamados derechos fundamentales: manifestarse, concentrarse o recoger imágenes públicas son derechos protegidos especialmente en la Constitución y su regulación, que debe serlo mediante ley orgánica, tiene límites para garantizar tanto su ejercicio como la propia seguridad jurídica. El borrador de anteproyecto pretende, pues, sancionar administrativamente algunas conductas relacionadas con el ejercicio de derechos fundamentales. Paradojas de la cosa. Por un lado, estamos habituados a ver cómo, cuando la regulación administrativa no da resultados, los políticos acuden a un injustificado e ineficaz endurecimiento del Código Penal sin plantearse la mejora de aquella; y del otro, el Gobierno de Rajoy se plantea ahora castigar administrativamente el ejercicio de algunos derechos fundamentales. ¿Cuál es el problema? Pues que el régimen sancionador administrativo es menos garantista que el penal. En el primero, el ciudadano debe demostrar su inocencia (todos somos presuntos culpables), y en el segundo quien acusa debe demostrar la culpabilidad (todos somos presuntos inocentes). Si a ello sumamos las dificultades para el ciudadano derivadas de los procedimientos contenciosos con la Administración, la tutela efectiva de los derechos en sede administrativa se convierte en un calvario.

Cierto es que algunos de los comportamientos (botellón o uso de láseres), por novedosos (o no tanto), deben ser abordados a luz de los tiempos presentes. No es menos cierto que para evaluar y sancionar la relevancia reprochable de un comportamiento ya contamos con suficientes medidas sancionadoras -administrativas y penales-, que hacen injustificable un catálogo en que se mezclan fechorías de más o menos gravedad y el ejercicio de derechos democráticos. Da la impresión de que las primeras van de relleno para intentar justificar o disimular la limitación de esos derechos.

¿Por qué entonces un anteproyecto como este, que aborda una regulación administrativa de derechos fundamentales? El progresivo aislamiento de la clase política la lleva a ver a la ciudadanía como un enemigo, y ante eso, por su parte, no cabe más que protegerse mediante el uso de la coacción. No quieren ver que la fuerza pública es pública, del público, no política, y que no caben excusas para impedir que un ciudadano en la vía pública tome imágenes de un hecho público o que se manifieste en ella y frente a la institución que quiera para protestar de lo que quiera bajo la protección de su policía, puesto que la policía no es ya política (para la protección política) como antaño, hoy es un servicio público de seguridad. Mientras se acorrala a la democracia con proyectos como este para limitar la libertad de expresión, se la va también carcomiendo lentamente: esperamos aún que el panorama político español de uno y otro pelaje se plantee soluciones para abordar el reto de la transparencia en la gestión pública, cómo atajar la corrupción, cómo mejorar la ley electoral o cómo limpiar el basurero de la financiación de partidos, sindicatos y patronales.

PIÉNSENLO cuando vayan a votar: mal asunto las mayorías absolutas, porque generan democracias de baja calidad. Corcuera lo intentó también con una ley de la patada en la puerta que el Constitucional de entonces tumbó. ¿Qué pasaría hoy con un tribunal claramente politizado y un presidente militante del partido del Gobierno, que tiene mayoría parlamentaria absoluta? Ya les pronostico que algo muy distinto. Si el Gobierno de Rajoy se atreve con un proyecto de este talante es porque se sabe blindado por el mismísimo Tribunal Constitucional. Mientras tanto, la oposición trastea con el tema porque, en el fondo, se refleja en el mismo espejo de un Gobierno que juega a que la calle es suya.