DOS MIRADAS

El blanco del pobre

EMMA RIVEROLA

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La tragedia de Haití asoma de nuevo, aunque solo sea para cumplir con el rito del almanaque. La herida abierta y los aullidos de terror de hace un año parecen haberse asentado en el resignado y doliente conformismo de quien sobrelleva un sufrimiento crónico. En las imágenes, montañas de cascotes aún sin retirar, edificios en ruinas y calles polvorientas. Pero, entre ellos, como recién aterrizados de cualquier lejano, ordenado y aséptico lugar, sorprenden las ropas limpias, impolutas, de muchos de sus habitantes.

Hay algo mágico en ese blanco radiante en medio del barro, los cascotes y la miseria. Un sortilegio de la sordidez que se reproduce en los lodazales de medio mundo, desde los abigarrados barrios de chabolas de la India hasta los míseros poblados de África. En los sucios, tristes y malo--

lientes callejones de la pobreza, la dignidad se esfuerza por enredarse entre las hebras limpias de una prenda. Un gesto que puede parecer ínfimo desde nuestro mundo de lavadoras y suavizantes, pero hercúleo cuando la suciedad pugna por anegar los poros de la piel desde el amanecer. En un sencillo barreño de agua y jabón se esconde la expresión tozuda de la voluntad titánica, de la lucha orgullosa, del respeto a uno mismo y la rebeldía. Aguas turbias en las que también se disuelve la esperanza, la ilusión de despertar un día envuelto en el olor limpio de una mañana recién lavada.