Vino de mi cosecha

La blanca Pollença

JOSEP M. FONALLERAS

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He tenido la suerte de asistir en primera fila a un espectáculo caótico y singular que, sin embargo, está impregnado de un orden antiguo y depurado. Yo le habría llamado una batalla de moros y cristianos, pero los amigos de Pollença me corrigen y me informan de que se trata de la fiesta de la patrona, la Mare de Déu dels Àngels, que protegió a la población del ataque de los corsarios turcos un día de mayo de 1550. La fiesta, pues, consiste en un simulacro de la confrontación que enfrentó a los cristianos de Pollença, capitaneados porJoan Mas,y los piratas que dirigíaDragut,un moro de renombre que incluso tiene una estatua en Estambul. La de Mallorca no responde a una estructura coreográfica, con ejércitos disciplinados que, al bailar, ejecutan la simbología bélica. En Pollença todo es más caótico, ya lo he dicho, y más epidérmico, más carnal. Es difícil describir el sudor, el vaho que desprende la acumulación humana que se extiende por la calle mayor y que, en unas condiciones extremas de estrechez y densidad, simula que se pelea mientras blande con violencia teatral palos, horcas y remos (los cristianos) y espadas y cimitarras (los moros). Por cierto, una de las novedades de este año ha sido que el ayuntamiento no ha podido subvencionar el arsenal de los infieles, armas de madera hechas con el pino de Sant Antoni y confeccionadas una a una. Esta vez, los piratas turcos han tenido que sufragarse el ataque ellos mismos, consecuencia indirecta e imprevisible de la crisis.

En la calle que les decía, el hombre que representa al héroeJoan Masllama a los vecinos a despertarse y salir de sus casas para luchar en defensa del pueblo. Como el ataque fue nocturno, el pueblo alzó su bandera roja y negra (ácrata,avant la lètre)en camisón. Por ello la multitud va toda blanca. Los corsarios, sin embargo, compiten en colores, pendientes, amuletos. Un vestuario variado que es el contrapunto de la sencillez.

En esta contienda entre el bien y el mal (ustedes ya me entienden: un bien y un mal que son categorías históricas y no morales y que ahora se convierten en anécdotas de la fiesta), las idas y venidas son constantes. Lanzadas que acaban con una carga definitiva de los cristianos que provoca la huida de los sarracenos de la población a un descampado donde se desarrolla el penúltimo acto del simulacro. Los de Pollença toman la bandera amarilla de la media luna y, entre disparos de trabuco y compases de una marcha triunfal, se dirigen a la iglesia para agradecer la intercesión divina con un tedéum. Y la ayuda de la Virgen María, con un canto entusiasta que cierra la conmemoración.

Un silencio extraño

Es en esta iglesia donde me emocioné. El ambiente de muchas ceremonias antiguas debía ser parecido al que viví en Pollença. Abarrotado, los del pijama (blancos empolvados, de un blanco roto y con sabor a pólvora) alzaban los palos, las horcas y los remos. Había un bullicio considerable, con la excitación popular de la tradición renovada, mezclado con el cansancio de tanto calor y tanto jaleo colectivo. Entonces, se hizo un silencio extraño. Conmovido y atávico. Tras el exceso, una calma que ayuda a entender el porqué de la celebración. Más allá de las liturgias sin sentido o de la fiesta desenfrenada, esta renovada y previsible victoria de la gente de Pollença es un eslabón que nos habla de la cadena que habitamos. Salpicaduras de un pasado que nos anclan a algún lugar que es, por unos instantes, seguro y eterno.