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El futuro no tiene futuro
Que "el futuro no es lo que era" lo suelen decir los que tienen más velas sopladas que cumpleaños por celebrar. Sin ir más lejos, ése era el título de la charla que Felipe González pretendía dar hace unos días en una universidad madrileña.
El futuro, como las vacaciones, depende de quien lo imagine y del presupuesto que maneje. "Seremos la estrella y el actor de reparto. Nuestras acciones se grabarán en vídeo. Por la noche daremos un vistazo al material, seleccionado por un ordenador que elegirá el mejor perfil, el diálogo más ingenioso, las expresiones más afectuosas con los filtros más benignos", escribió J. G. Ballard, anticipando el narcisismo de las redes sociales. Lo bueno es que este artículo, de la 'Guía del usuario para el nuevo milenio', es de 1977.
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Por eso es curioso cómo Twitter anda azogado por el primer capítulo de la nueva temporada de la serie 'Black Mirror'. En él, los terrícolas viven en una sociedad en red obsesionada por la puntuación que les otorga a golpe de clic la gente con la que se cruzan: sonríen siempre y maquillan su vida. ¿Les suena? Más costumbrismo que ciencia ficción; más comentario del presente (aquí y en China, donde el Gobierno acaba de anunciar un sistema de reputación virtual casi idéntico) que anticipación del futuro.
Hoy es casi imposible escribir narrativa distópica: hace meses una presentadora que acababa de enviudar agradecía los pésames recibidos en el nuevo modelo de móvil que anunciaba en ese momento. Ni sátira, en un lugar donde Urdangarín firmaba sus misivas como El Duque Em-palma-do. En un presente donde todo se hace para explicar que se ha hecho: "Esto es muy RT" (digno de retuit), gritaba ayer un chaval después de una voltereta.
Habrá quien diga que nos comportamos como niños fardones e inseguros en el recreo, fingiendo amistades, puntuando popularidad e inventando riquezas. Y muchos escritores de ciencia ficción son como esos padres moralistas que entran en la habitación de los niños enfrascados en sus pantomimas y peleas. Y de repente los niños se sienten ridículos porque nada era tan importante. Y les da vergüenza mirarse en el espejo (o asomarse a Instagram).
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