En sede vacante

El beso que no se ve

josep Maria Fonalleras

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Ha muerto la abuela que un día fue la joven enfermera que se besó con un soldado desconocido en Times Square el día en que terminaba la segunda guerra mundial. Ella misma confesó que no sabía ni cómo se llamaba ese marinero eufórico, y luego, a lo largo de los años, han sido muchos los que han asegurado que eran el auténtico protagonista de la escena, lo que demuestra que esos muchachos besuquearon a muchas y que seguramente fueron muchas las enfermeras que no opusieron resistencia. A mí siempre me ha parecido un poco postiza esa foto. La postura del marinero, agresiva y contundente, y ese dejarse ir, mitad blando y mitad rígido, de la chica no me han convencido nunca. Además, ahora que me fijo, el chico sostiene la cabeza de la enfermera con un movimiento francamente extraño y tirante, con el puño cerrado. Pero resulta que refleja una escena concreta y real, sin trampa ni puesta en escena. Sin embargo, esa otra de París de 1950, obra de Robert Doisneau –¿la recuerdan?–, es teatral y, por lo tanto, falsa. Dos actores representaron la idealización del beso bajo las órdenes del fotógrafo. Se besan caminando: él, con fular; ella, con una levísima inclinación de la cabeza. Mientras, el mundo gira a su alrededor como si los dos enamorados habitaran en una burbuja fuera de los parámetros del espacio y el tiempo. El beso de Nueva York es observado por los peatones; en el de París permanecen indiferentes a la pasión milimetrada que compone Doisneau.

Pero de todas las imágenes arrebatadas me quedo con la de la salida de la columna Garcia Oliver que en 1936 fotografió Agustí Centelles. El beso no se ve. Vemos la nuca del miliciano y la mejilla de una joven con falda larga. La mano de ella palpa el torso del hombre. Es en esa mano donde reposa la gramática contenida de la pasión.