Beethoven, del mármol a la poliamida

El pabellón de la Secesión vienesa mantiene vivas la experimentación y la libertad artística con las que nació el movimiento a finales del siglo XIX

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ROSA MASSAGUÉ

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“A cada tiempo su arte, a cada arte su libertad”. Este es el lema que saluda a los visitantes a las puertas del pabellón de la Secesión vienesa, el movimiento de renovación artística nacido en oposición al arte convencional y conservador a finales de siglo XIX. Gustav Klimt, Joseph Hoffmann o Joseph Maria Olbrich, cada uno en su especialidad, abogaban por un nuevo estilo que rompiera con el historicismo dominante en el arte vienés reflejado en las construcciones que se levantaban en el Ring, el entonces recién abierto anillo que rodea la ciudad antigua.

Querían un arte nuevo para su tiempo, pero sabían que había un arte más intemporal por su universalidad, un arte total y del que todos bebían. Ludwig van Beethoven (1770—1827) era el ejemplo de este arte de todos los tiempos. A él los secesionistas dedicaron su 14ª exposición en 1902 presidida por una estatua de mármol polícroma del compositor, obra de Max Klinger, que ocupaba el centro de la sala. La estatua de Klinger (conservada en Leipzig) muestra al compositor joven, con el torso desnudo, sentado en un trono encima de una roca, con un águila a sus pies, como una divinidad griega.

Alrededor de la sala Klimt realizó un friso, el célebre ‘Friso de Beethoven’ (hoy visible en una sala inferior), en el que el artista representaba el deseo humano de felicidad con el que unía las artes plásticas, la música y la poesía. El pintor hace una alegoría de la búsqueda de este deseo.

Empieza con la humanidad que sufre mientras pide ayuda a un caballero con armadura dorada para hacer frente a tentaciones y fuerzas enemigas simbolizadas por el monstruo Tifeo, una especie de orangután, y sus hijas, las gorgonas que representan la enfermedad, la locura y la muerte. Otras figuras simbolizan la lujuria, la impudicia y la muerte. Y algo más lejos, una mujer demacrada, en cuclillas, representa el dolor más profundo.

El deseo de felicidad se impone y Klimt cierra el friso con unas figuras femeninas que representan el arte en una alegoría de la música de Beethoven para acabar con el beso de una pareja ante un coro de ángeles, un beso que no es otro que "el beso del mundo entero", uno de los versos finales de la "Oda a la alegría", el poema de Friedrich Schiller sobre el que el compositor escribió el último movimiento de su 'Novena Sinfonía'.

Hoy, como en sus orígenes, la Secesión es un centro que promociona el arte experimental. Aquel vínculo con el gran arte que representa Beethoven sigue vivo, como sigue vigente el concepto de libertad artística que defendían los secesionistas. Lo demuestra la exposición ‘Photoplastik’ del artista Oliver Laric (Innsbruck, 1981). Amante de las gliptotecas y de las reproducciones de esculturas en yeso, el artista ha centrado su trabajo en hacer accesibles las obras clásicas mediante el uso de archivos en 3D y otras tecnologías digitales.

En la sala de la Secesión ha expuesto una colección de copias de estatuas reproducidas mediante impresoras en 3D. En medio de la sala, dominando todo el conjunto, está una reproducción de la de Beethoven. Por sus dimensiones (2,6 metros) Laric tuvo que componerla mediante 25 elementos impresos en 3D, realizados en poliamida y sinterizados por láser. 

Además de las cuestiones puramente artísticas, la obra de Laric forma parte del debate que abre la tecnología de la reproducción digital sobre los derechos de autor y el acceso universal a las obras de arte. El joven artista tirolés sigue haciendo vigente el lema de la Secesión citado al principio.