Claves del ecosistema azulgrana

ERNEST FOLCH

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Cuando se corona la cumbre, hay siempre un breve instante para disfrutar de lo que se ha conseguido. El Barça se encuentra otra vez en la cima del fútbol, mirando hacia abajo con satisfacción al resto del mundo, pero lo hace con el mismo estilo que la última vez que conquistó la cúspide, como si los años no hubieran pasado en vano. Esto no impide que el culé de toda la vida, con su proverbial desconfianza que todavía no ha logrado mutar genéticamente, le encuentre a la felicidad actual el enorme defecto de que estamos todavía en el mes de noviembre, temiendo que todo este goce se esfume más adelante.

No hay pesimismo que pueda esconder el momento dulce en el que se encuentra el equipo, con el tridente tan armónico, que una vez resuelto el asunto burocrático del marcador, es capaz de dedicar todas sus energías a gestionar los asuntos que importan de verdad, es decir, que Messi marque su gol, como se vio en la segunda parte del partido ante la Real Sociedad, convertida en un mero ejercicio para tener contento al rey de la tribu.

Este momento de paz en el que se encuentra el barcelonismo, que parece una anticipación de una postal navideña, ha sido impulsado por unas cuantas victorias importantes, especialmente la del campo de su eterno rival, pero evidentemente no han sido los puntos sumados los que han generado esta euforia.

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La causa de tanta felicidad no es otra que el momento de juego, a punto de caramelo, que recuerda estados de forma sublimes de hace cuatro o cinco temporadas. La prueba que las victorias son menos decisivas de lo que nos pensamos es que el año pasado, a pesar de ganar con brillantez el triplete, el equipo no fascinaba como lo hace en estas semanas, cuando no se dirime ningún título. Sí, la gente quiere ganar, pero sobre todo quiere enamorarse y vibrar con un juego que reconozca y pueda exhibir con orgullo. No es, pues, ninguna casualidad que el éxtasis se haya alcanzado justamente cuando el Barça ha sido más reconocible y clásico.

SIN CUENTAS PENDIENTES

No es tampoco ninguna casualidad que justo ahora Luis Enrique aparezca sonriente y destensado, quizá porque ya nadie podrá reprocharle que, además de ganar, está logrando, ahora sí, un juego sublime: incluso aparece ya en las ruedas de prensa sin rastro alguno de sus habituales cuentas pendientes con los periodistas. Y tampoco es casualidad que este momento de máxima estabilidad llegue cuando el club empieza a cerrar frentes abiertos, como la sanción de la FIFA, y empieza a recoger los frutos de la gestión pacífica de Bartomeu, que a diferencia de su predecesor, cree firmemente que la discreción da siempre mejores réditos que la venganza y la agitación.

Un club estabilizado y gestionado silenciosamente, un equipo entrenado sin romper nunca con el modelo marcado en su ADN, unos jugadores que creen sin fisuras en su propio estilo: estas son las claves de un ecosistema pensado para satisfacer a sus jugadores y al público que los contempla con el babero, como en los viejos tiempos. Si yo juego feliz, tú ves el fútbol feliz, así es la fórmula clásica azulgrana, tan sencilla y a la vez tan complicada.

Pero es justamente ahora cuando hay que recordar cuáles son las claves para que este ecosistema único en el mundo funcione y sea estable. Porque es en la derrota, como ya hemos visto demasiadas veces, cuando a muchos se les olvida quienes somos y de donde venimos, y empiezan a claudicar de los principios en nombre del marcador. Viva nuestro ADN, en la salud de hoy, pero también en la enfermedad de mañana.