La rueda

La Barcelona desmemoriada e higiénica

OLGA MERINO

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Parece que esta vez va en serio. La Casita Blanca será demolida en primavera, sus empleados pasarán a engrosar la cola del paro a una edad malísima y allí donde el amor inconfesable encontró cobijo echarán raíces los plátanos. Por lo menos, la ciudad ganará un brochazo vegetal cuando el solar se convierta en un pasillo verde que una la plaza de Lesseps con la Ronda de Dalt.

Aunque la reconversión delmeubléen edificio oficial hubiese resultado archiproblemática

-cuántos chistes habría alentado la sede de unaconselleriainstalada en sus alcobas por horas-, es inevitable sentir un pellizco de morriña por aquella Barcelona más golfa e imaginativa. Reconozco que la nostalgia es un ejercicio autocomplaciente y engañoso porque la conocida casa de citas vivió su esplendor en años que fueron de supervivencia, estraperlo y cartilla de racionamiento. Tiempos de incienso y prietas las filas que supo retratar con acierto el cineasta Carles Balaguéen el documentalLa Casita Blanca (La ciudad oculta)y el posterior libro de crónicas que editó Planeta en el 2003.

La Casita Blanca forma parte del imaginario cultural barcelonés con un puñado de leyendas urbanas, como la del asalto que al parecer efectuó un grupo de maquis en 1949. Cuentan que en los años gloriosos del Barça deKubala, Ramallets yManchónhabía una pizarra en elmeublédonde el personal anotaba las incidencias de la jornada liguera para que los clientes pudieran disimular después con sus señoras, las legítimas. Joan Manuel Serratdedicó una canción al emblemático nido de pasiones -«abrevadero amable y romántico donde el amor fue amo y señor»- yGabriel Ferrater un poema que escribió en el bloc de notas en un bar de Sant Cugat.

Quizá lo más preocupante de la demolición de la histórica mancebía sea que con ella desaparece algo del espíritu catalán, tan emprendedor y práctico, una forma de ser que aprecia el ahorro de tiempo y dinero, el ir al grano, esearribar i moldreque representaba La Casita Blanca. Confío en que las excavadoras, ay, no sean síntoma de que estamos perdiendo fuelle.