La clave

Banksy y la escalofriante normalidad

BERNAT GASULLA

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No es este el espacio para pronunciarse sobre la calidad de la obra de Banksy, ese enigmático artista callejero que acaba de inaugurar en Bristol Dismaland, una especie de antiparque de atracciones que es cualquier cosa menos algodón de azúcar. Es cuestión de gustos. Hay quienes aplauden a rabiar solo al oír su nombre. Otros lo detestan, y entre sus argumentos esgrimen que es un antisistema que se aprovecha de lo que critica para forrarse hasta las trancas. Preferencias personales al margen, limitarse a calificar a Banksy de grafitero es como decir que Miguel Ángel era solo un marmolista.

Banksy, que ya debe de peinar bastantes canas, está en la cúspide del star system del arte contemporáneo. Sus obras son cotizadísimas, su cuenta corriente debe de dar vértigo y dispone de un equipo, una infraestructura y una capacidad de movilizar recursos y atraer la atención de los medios de comunicación que ya quisieran muchas empresas.

Más allá de todo esto, hay una cosa incontestable. Banksy casi nunca falla el tiro. Apunta al corazón y da en la cabeza. Infancia, miedos atávicos, violencia, ternura, guerra, paz, anticapitalismo, anarquismo «para principiantes» y contradicciones cotidianas suelen ser su munición.

Ante el espejo

Y con esas balas ha construido Dismaland, un inquietante y lúgubre delirio de artista que, en el fondo, es un espejo ante el que ha puesto a la sociedad occidental. Un espejo deformante, eso sí, pero que permite, precisamente por ser una parodia, llegar más fácilmente a la esencia.

Muchos caricaturistas ya lo saben.

Construcciones retorcidas, norias imposibles, tortuosas atracciones, fieras acuáticas que emergen de retretes, un plácido embalse en el que zozobra una patera abarrotada de la que ya han caído varios cuerpos. La vida.

Es como si Banksy nos dijera: «Miraos. Yo os veo así». La realidad, como dice una de sus obras, no es un cuento de hadas. El mundo está repleto de horribles tragedias y, lo que es peor, nuestra normalidad no es menos escalofriante. El señor Banksy, sea quien sea, se ha hecho de oro y quizá sea un gran cínico. Pero tiene razón.