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La bohemia regulada

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Un bohemio organizado es una contradicción andante. Pero los bohemios de ahora no son como los de antes, aquellos versos libres cuya vida era un salto permanente sin red, que nada exigían a la sociedad y solo confiaban en su propio talento para triunfar o, por lo menos, comer algo de vez en cuando. Ese era mi concepto del músico callejero, un tipo que, sin pedir permiso a nadie, se plantaba en una esquina o en un pasillo del metro, sacaba la guitarra y pasaba la gorra, siempre atento a la posible aparición de las fuerzas del orden para poder salir pitando y darles esquinazo.

Un concepto equivocado o desfasado, como deduzco tras leer en este diario que existe en Barcelona una Asociación de Músicos Callejeros y que a ella recurre nuestro querido ayuntamiento para repartirlos por 38 puntos concretos del metro. De hecho, hace unos días tuvo lugar un examen para elegir a los 30 nuevos afortunados que podrán regalar nuestros oídos este año: en esta ciudad se regula hasta la mendicidad musical, lo cual me recuerda que ya se intentó poner orden en las estatuas humanas de la Rambla.   

Querer vivir a tu aire y, al mismo tiempo, depender del ayuntamiento resulta un pelín hipócrita

Este furor regulador, piensa uno, se aplica donde no debe. Ser estatua humana o 'folk singer' subterráneo no me parece que pueda ser el objetivo vital de nadie. Son cosas que se hacen para salir del paso e ir tirando, a la espera de algo mejor. En cuanto te contrata el Cirque du Soleil o te cruzas con cazatalentos en el pasillo del metro, dejas de ser artista callejero y te dedicas a prosperar en la vida, signifique eso lo que signifique. La mera existencia de Amuc BCN, la asociación local de músicos callejeros, suena un tanto absurda, pues parece aspirar a organizar un mundo que es por definición desorganizado. Querer vivir a tu aire y, al mismo tiempo, depender del ayuntamiento resulta también un pelín hipócrita. Dar la brasa en el metro no debería estar prohibido, pero tampoco debería ser alentado por el poder; lo suyo es ser una actividad alegal que se tolera si la cosa no se desmanda hasta el punto de que te acabes topando con un músico callejero cada diez metros (pensemos en los aterradores gaiteros de Edimburgo).

¿Cuánto faltará para que los permisos municipales se extiendan al interior de los vagones y los músicos subterráneos te atrapen cuando creas que acabas de librarte de ellos? Ya tiemblo.